viernes, 7 de enero de 2022

Aztecas en el hielo ©

Jorge Sánchez Jinéz


*primeras páginas

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Aquella fue la primera tarde en que comenzó a caer nieve sobre las pirámides del Sol y de la Luna, en Teotihuacán; en realidad la nieve comenzó a caer en estas dos construcciones por motivos de altura, tamaño y ubicación, en la región de los dioses, a quienes pocos les preocupó, pues en aquellos días andaban solucionando problemas relacionados con un universo paralelo, una dimensión alterna, nunca nadie supo en realidad el motivo de su ausencia, pero ante tales hechos, los aztecas de este universo se encontraban a expensas de lo que pudieran hacer ellos mismos, ateniéndose ante sus propios conocimientos y recursos, tanto personales como científicos, tecnológicos, que, para ser sinceros, no eran tan pocos, pero, aparentemente, o en ese momento, no eran los suficientes para saber de dónde provenía la nieve, que ya comenzaba a caer sobre el resto de las construcciones en la zona sagrada, en la ciudad de los dioses (quienes, como hemos dicho, paradójicamente, se encontraban ausentes en ese momento). Así pues, el monarca Moctezuma salió del Templo de Quetzalcóatl. En el centro de aquella zona, dirigió la mirada hacia sendas construcciones, solsticia y lunar, y mandando llamar al comandante de su ejército le dijo, con una mano en la cintura: Por favor, ordene la búsqueda inmediata de esa sustancia (era claro que, en ese momento, poco se conocía sobre la nieve, y más bien se le tenía por un mito, y no tanto como una realidad, situación por la cual, como es natural, mandó a investigar a su soldado principal, temiendo pero aún más percibiendo, alguna situación peligrosa). Desde luego el soldado fue a encaminarse a dichas pirámides, acompañado de un grupo pequeño de soldados, unos cuatro o cinco, como ordenaba el protocolo de los guerreros jaguar, y se dirigió a las pirámides, andando por la Calzada de los muertos, con pasos seguros, pero apenas notar un halo de indecisión o incertidumbre, se devolvió para emprender el camino con una máquina especializada en terreno extraño o descompuesto, el Cuatochin, la máquina de acero saltadora. Macehual lo abordó y, desplazándose hacia la pirámide del Sol, llegó frente a ella, frente al primer escalón, donde descendió con paso ligero, levantó la vista, encontrándose con las escaleras de la construcción, como una columna vertebral, y de ahí saltó la mirada al cielo, de donde seguía cayendo aquella sustancia blanca; extendió la mano, para captar un copo ligero, y tras sostenerlo un momento lo dejó al caer al suelo, que continuaba llenándose de nieve; no encontró una respuesta inmediata, pues nada extraño había en el cielo, alrededor suyo, ni tampoco una ventisca que trajera la nieve de algún otro lugar, no, la nieve caía del cielo, como cae la lluvia en días nublados, así que echó a andar camino atrás, y pronto se encontró en el Templo de Quetzalcóatl, junto al tlatoani, Moctezuma.

–No conocemos mucho al respecto –dijo Macehual.

–¿A qué te refieres? –preguntó el emperador.

–Sabemos lo que es –confirmó el soldado–, pero nada sabemos de su procedencia.

–Dime más –pidió Moctezuma.

–Es nieve –indicó el soldado–, como la que hay en los volcanes nevados, cuando el frío es mucho, ya sabe, una especie de agua helada, y viscosa, como semen de guerrero, pero en frío, y de eso yo no sabría decirle más, porque, precisamente, la nieve no es mi especialidad, pero podría decirle que, según veo, se trata de un mal presagio, pues lo que es ajeno a nuestro territorio, o a cualquier territorio, siempre anuncia un cambio, una tormenta, o una desgracia –continuó Macehual–, así que, por otro lado, yo sólo le pediría que fuésemos cuidadosos, certeros en cómo tratamos con ese instrumento, extraño de la naturaleza; nunca se sabe qué pueda traer algo desconocido como la nieve, señor –Macehual comenzaba a sudar–, quizás podría traer desgracias, augurios, o tristezas, eso nunca lo sabemos, pero por eso, precisamente, debemos tener cuidado, la sorpresa es la madre de todas las desgracias, pues, aun sabiendo que la alegría se acerca, es necesario cuidarnos de la nieve, la nieve blanca, como un llanto, un niño muerto o una mujer; quiero decirle, en otras palabras, que si bien la nieve puede ser un presagio de buenos deseos y su conclusión, también, es cierto, puede traer malos augurios, como ya le digo, mi señor, eso pienso, y así, pues, la nieve, se me figura como un arma de doble filo, o como un puño y una caricia, un arma colocada en la misma mano, mano que bien puede servir para abofetear, bien para acariciar, contener y abrazar a un niño, una mujer o un animal. Diré, entonces, la nieve es una sustancia blanca, luz cegadora, y luz resplandeciente, una luz de dos caras, como una espada macuahuitl, y su brillo tanto para defender como para atacar puede traer presagios buenos, y presagios malos –concluyó Macehual.

–Dejaremos el tema de los presagios para el chamán –replicó Moctezuma.

 

En tanto, los edificios, los campos, y las flores se llenaron de blanco, cual flores de cempasúchil soñadas por un dios azteca, llenando el campo aquí y allá; la nieve sepultó, en buena medida, la ciudad sagrada de los dioses. De tal modo, los científicos, para nada atrasados, sino bastante avezados y trabajando en conjunto con los topos mecatrónicos (científicos dedicados a la reinvención de artefactos utilísimos y novedosos en Teotihuacán), mejoraron –tras largos, pero veloces pasos, pruebas y modelos– la invención del jaguar flotante, una motocicleta manipulable a base de un sistema anti gravitación, la cual les permitía a los aztecas desplazarse por encima de la nieve; así, en los primeros días se vio navegar o avanzar sobre el piso, blanquecino como un sueño, a los militares, artesanos, sacerdotes y al propio Moctezuma, en esas máquinas ligeramente voladoras para transportarse de un lugar a otro; el tiempo pasó, casi sin percibirlo, como un colibrí posando, ligeramente, encima de una flor, libando su sabor; el tiempo se convirtió, pues, en una colibrí de alas ligeras, en un ave de plumas multicolores, cual arcoíris; el tiempo se convirtió en un tigre salteando el bosque, merodeando, en busca de su presa, siempre atento a los posibles movimientos del venado, para capturarlo en un momento justo; mas el tigre siempre necesita, para ello, una señal ligera, sutil, en muchos casos es –combinación excelsa– el vuelo ligero de ave mencionada, la ligera palma de la mano voladora, el colibrí, el santuario de la dulzura en el aire, de modo que así se combinan el cielo y la tierra, en un solo espacio, para dar lugar a la caza de la presa, al alimento del tigre, como si de este modo, se vieran las estrellas en la noche, ese es el encuentro de ambos, del volador y el terrestre, y así, entre esas dos imágenes, la del colibrí ligero, y la del tigre ágil, el tiempo va pasando, casi desapercibido.

 

–¿Quiere que mande llamar al chamán? –preguntó Macehual.

–Yo te pediré cuándo lo hagas –replicó Moctezuma.

–Eso no parece prudente, señor –se encontraban en el Palacio de Quetzalcóatl.

–¿Por qué lo dices? –preguntó Moctezuma.

–La nieve es un elemento nuevo, y tal vez el chamán, un hombre viejo, y sabio nos podría decir algo sobre ella –apuntó Macehual–, de dónde viene, a dónde va, cuál es el propósito de su llegada aquí, siempre es bueno tener la mirada de un sabio sobre un evento desconocido, aún más sabiendo que la nieve, proveniente de los volcanes, pero aquí no es un volcán, ha llegado hasta nuestro territorio, la nieve podría estar emparentada con la guerra, la sequía, o el fuego, nunca lo sabemos –continuó el soldado, acomodándose la faldilla de piel de venado, moviéndose como una hojarasca en el viento del campo exterior, cual si el aire sacudiera, como caricia, la ropa de Macehual, quien, allí, insistente en buscar al chamán –hombre de sabiduría–, buscaba iniciar la guerra, su impulso combatiente lo incitaba a ello, nada más; Macehual era un hombre hecho para la guerra, sus brazos fuertes, el torso fornido, la lengua montaraz, el cerebro lento pero seguro lo delataban como un soldado; al poco de tiempo de ingresar en el calmécac (todavía en Tenochtitlan), se convirtió en un soldado esencial de la orden de caballeros jaguar (Macehual lo era por decisión, destino y valentía); de tal modo la insistencia en buscar al chamán era el pretexto perfecto para buscar al responsable del cambio en el clima, del nuevo fuego blanco, del arroyo de hielo en los suelos y cielos de Teotihuacán, de la nieve cayendo por doquier, algo así como decir, ya vez, emperador, tenía razón en buscar al viejo, quien les ha advertido de iniciar los ataques cuanto antes; en todo ello pensaba –con los puños bien apretados–, cuando una voz, imperial, desde luego, lo sacó del trance de combate, el eterno cielo de los soldados, era la voz de Moctezuma, quien con una mirada lenta, pero persuasiva parecía anunciar lo que diría desde entonces y para entonces en caso de evitar cualquier imprudencia, cualquier paso falso; el emperador era un hombre de precauciones, de templanza y sabiduría (si bien no al grado ni en la forma de un chamán, y por ello la insistencia de Macehual, pues en aquel encontraría lo que en Moctezuma jamás o muy pocas veces); los puños del guerrero seguían crispados, buscando la revancha no iniciada de una guerra no comenzada, pero seguro, eso sí, siempre en busca del enfrentamiento, pues de una cosa estaba seguro, él, que era un guerrero, cuando el caballero águila o el caballero jaguar decían o intuían el olor a sangre, nunca o muy pocas veces se equivocaban, y esa, no era una ocasión fallida, la guerra, parecía lo más seguro posible, aun cuando los indicios formales no aparecían en el futuro, y próximo, campo de batalla.

–Yo te pediré cuando llames al brujo –sentenció el emperador.

 

El anciano, ciego de nacimiento, no percibía la totalidad de los colores, sino una sombra de aquellos, como un atardecer volando bajo como un pájaro, diría o parafrasearía a un poeta olvidado, extendiendo sus alas, a lo largo y ancho del cielo, provocando una ligera sensación de calidez (no obstante la natural temperatura baja de la sustancia blanca), con lo cual, aquel hombre añoso, comenzó a advertir la llegada de un fenómeno inédito en la ciudad de los dioses, diciendo: para mí, se trata de la visita de los extraterrestres, y aun cuando lo dijo con cierta ironía, o con seriedad, o con una combinación de ambos, nadie, naturalmente, podríamos decir, lo tomó en serio, pues aquellos –no lo de la nieve, sino el tema de los visitantes de otro planeta–, era un hecho improbable, muy improbable dentro de aquella pequeña ciudad de Teotihuacán, pequeña metrópolis, inscrita en un mundo aún más grande; así, algunos se rieron del anciano, otros escucharon con cautela, pues bien dicen los códices aztecas: escuchen con sabiduría la palabra de los ancianos, aun de aquellos a quienes la demencia ha ocupado la mente y espíritu… En fin, esa fue una parte de la historia respecto al anciano, quien, viendo uno de los primeros copos de nieve, definió el hecho, en su lenguaje interior, como una flor abierta en pleno cielo, el vuelo de un pájaro blanco, un colibrí recién nacido de los labios de la Coatlicue, y así, pasando revista a estas palabras, talló en un maguey congelado las palabras, con un cincel, que daba la bienvenida en uno de los caminos de llegada a la ciudad de Teotihuacán.

 

A nadie le gustan los pastizales porque son el corriente, el común de los mortales en el reino vegetal, pero han de saber, oh, gran Coatlicue, cómo esos hijos tuyos nos alumbran a los chamanes, y nos proveen de un refugio seguro para cazar nuestras presas, tanto a los buenos chamanes, los blancos, como a los malos, los oscuros; hoy no me detendrá en encaminar a los aztecas en el conocimiento de los chamanes, o brujos, quienes realizamos ensalmos, sortilegios y trucos para venir y devenir en este mundo terrenal, pues mi tarea nos es develar los misterios de la magia, sino alabar las creaciones de la madre tierra, y entre ellas, las de tu creación, amada Coatlicue, hija de los grandes dioses, señora del inframundo, princesa de la vegetación, en cualquiera de sus formas; no hay santidad en la tierra sin tu nombre, tu permiso, no tus recomendaciones de reverdecer el planeta, cosas que tú haces a la perfección, sembrando, en lo árido o en lo verde, los pastizales de los cuales gozamos, no sólo chamanes, escondidos para acechar a la presa, sino también los mortales, comunes, ya sea tendiéndose allí, encima, como una hamaca o petate de firmes cimientos, o para enjaezar a las aves, y de allí, mirando al cielo, despegue su vuelo, del cual gozamos todos, hasta los soldados, sacerdotes y el mismo huey Tlatoani; por eso es importante aclarar: sin pastizales, no hay vuelo de los pájaros, sin cimientos no hay pirámides, ni suburbios ni nada se alzaría sobre sí mismo si no fuera por ello, y el pastizal, teniendo como pilar la tierra, es el sostén de la belleza, de flores, árboles, y es la piel peluda de los animales, así los contemplamos todos, incluida, quizás tú misma, señora de la tierra, y a eso debemos los rezos de agradecimiento, los sacrificios de antaño, cuando éramos salvajes, y la tecnología que nos procura la comida, la ropa y las inteligencias de las cuales gozamos, todos, en estos tiempos; salvo, oh, madre Coatlicue, gracias a ti, entre otras cosas, gozamos de los pastizales.

 

–¿Está claro? –preguntó Moctezuma.

–Clarísimo –se ciñó Macehual a las órdenes del tlatoani.

–Excelente –remató Moctezuma, mientras la faldilla de cuero y algodón se movía ligeramente en el frío venidero de la nevada.

 

Los pastizales, bien lindos, dijo una princesa, una muchacha dedicada a la venta de jarrones, en el mercado de Teotihuacán, en el centro de la Calzada de los muertos, donde se reúne los alfareros, pescadores, y obreros, de la gran ciudad, a comercializar sus productos, a la venta, e intercambio de materiales, para comer, vestir, o cazar, la caza se les da bien a los aztecas; y allí entre el gentío, flores silvestres, y cascaritas y huesos de tejocote, y capulín.

 

En el mercado el ruido es cántico de zenzontle, como de puma enamorado, o armadillo en persecución o escape; el mercado es la fuente de vida de la ciudad; es el pulmón, hígado y corazón de la ciudad, es el respiradero de la tristeza y la melancolía, el remedio sustentable de todo mal, pues el trabajo es el mal convertido en bien, y allí en el mercado sucede todo eso, alquimia azteca, bajo las manos de sus trabajadores

Allí, entre mercaderes, la princesa lejana y joven ha dicho, en silencio, con murmullos, un rugido y un silencio a la vez:

–Nieve –levanta la mano, estirándola como pidiendo limosna sagrada, y abriendo los ojos cual dos petates redondos, dice–: Encendamos las hogueras para conserva el calor, al parecer la nieve comienza a caer en el mercado, y así el fuego sagrado del dios robot Huehuetéotl nos protegerá a nosotros y a nuestras viandas, pieles y cerámicas.

 

En medio del pastizal hay una fuente, una escultura de jade, que alguien dejó caer, por descuido, en el campo, es una pequeña estrella diurna, con los rayos del sol refleja su luz verde, es una piedra sonriente.

 

El fuego sagrado comienza a llamear en los puestos, colocados aquí y allá, en la Calzada de los muertos, donde Huehuetéotl, uno de los pocos dioses robot que permanecieron en Teotihuacán, andaba por allí rondando, y al recibir la petición de los ciudadanos, brindó el fuego necesario para mantener el calor.

 

Huehuetéotl, armazón de acero, cazador de guamúchiles, el principal sonido, sanador y festivo de tu lengua, palabra de fuego; sonido incendiado, eso es tu presencia, señor de las llamas rojas; aroma de victoria sobre el frío y lo crudo, ese es tu nombre, Huehuetéotl, y representa, y es, todo lo cálido.

 

Huehuetéotl, el dios sentado, la cabeza redonda, como un sol molido en sí mismo, un molcajete de ardor, fijo, como piedra o tierra, o cielo lloviendo, pero en rojo; Huehuetéotl; dios viejo, y de viejo fuego, y fuego nuevo, lo novedoso y lo antiguo en ti convergen, por eso la nieve y el fuego se encuentran hoy ante ti, ante nosotros, y ante ello tu presencia, salvadora, es calorificante, y bendecida, como cada una de nuestras plegarias que dedicamos, nosotros los aztecas, a los dioses robot.

 

Huehuetéotl, de tus entrañas robóticas el fuego enciende.

–¿Es cierto que Huehuetéotl se quedó para protegernos?

–Lo hizo –responde una mujer.

 

Pingüica, agua fresca, con las nieves del cielo, los campesinos han puesto a enfriar su mezcla de pingüica y azúcar de caña, qué delicia; aún entre el fuego abrazador de Huehuetéotl, se mantiene fresca, una combinación extraña: como un abrazo en el gélido invierno, un beso en la tristeza, o una caricia en el dolor: pingüica en la nieve, entre fuego y hielo, refresca la boca, la lengua, la sangre.

 

La pirámide del Sol

Relámpago envuelto en sí mismo, caracol o armadillo de patas sueltas, como si les hicieran cosquillas, así son las escaleras de este templo; y así entre dando pasos en la oscuridad, en el día –sin moverse de su lugar, como un planeta estático–, la pirámide del Sol, se embalsama a sí misma, como un muerto que teje su propia mortaja, de palma, de hojas secas, y lodo.

 

Pirámides

Nave espacial petrificada, se dice, cuentan las leyendas. Los dioses robot, venidos de otro universo meta prehispánico, aterrizaron de emergencia en esta ciudad sagrada (antes de ser ciudad), construyeron estos edificios de piedra combinando el metal de sus naves, o adaptando el metal de ellas a los pastizales, las flores, y huesos de animales muertos hasta lograr –junto con la tierra y lodo sagrado– una mezcla con la cual pegaban las piezas de cada pirámide, de cada escalón, de cada rincón, recodo y repunta del edificio, hasta volverlo sagrado, pues sagrada era la misión a la cual iban, y no llegaron, pero al fallar, decidieron convertir la falla en triunfo, y así, entre construcciones, que atraviesan la inteligencia, la vencen con su asombrosa perfección, construyeron esta ciudad sagrada, ciudad de huesos, y naves espaciales fosilizadas en la mezcla que une los ladrillos que la componen, naves espaciales aterrizadas, eso son las pirámides de aquí, al menos las tres principales, el Sol, la Luna, y el templo de Quetzalcóatl.

 

–Vete preparando –le dijo el tlatoani al soldado.

–Excelente, señor.

–Pero poco a poco.

–¿Preparo los escudos?

–Y las espadas –mencionó Moctezuma.

 

Las tres naves espaciales, en las cuales viajaban, se estrellaron y a partir de ellas, construyeron la ciudad, reza un antiguo adagio que cantamos quienes sabemos –por medio de sueños– qué y cómo sucedió la formación de esta ciudad.

 

Pirámide del Sol

Coronada de nieve, volcán reducido, el primo lejano del Popocatépetl, o el abuelo encorvado o el nieto recién entrado en la niñez, o la amante desnuda acurrucándose después retozar en el lecho, un sinfín de amigos, enemigos, amistades, trabajadores, reyes, sacerdotes o magos son las figuras representadas por la pirámide del Sol, y aún más, con nieve en su escalones, paredes y recovecos, parece una lágrima blanca, nacida de la mismísima Coatlicue, como si fuera ella, y no el mismo sol, quien decidió parir este edificio, consagrado al renacimiento, la muerte, y al eterno ciclo de la vida, ahora mismo congelado, y hermoso, para extranjeros, habitantes, y para el mismo paisaje: un guiño blanco y frío en el inmenso territorio, del bello Teotihuacán.

 

Templo de Quetzalcóatl

La tercera de las naves golpeó con fuerza el suelo, entre pastizales; conducía y transportaba a los guerreros de la orden de los dioses robot, quienes, saltando un poco antes de estrellarse contra el suelo, salvaron la pelleja metálica. Entre los restos, escondidos, del accidente, se lee en una tabla metálica:

Serpiente de rayas, líneas, y puntos, tu geometría es esencia y pulpa de fruta, la fruta del universo; en ti corren lagos y lagunas, ríos estancados, mares de agua dulce, pues eres el dueño del mundo, en el agua, por el agua y en el agua; tu nombre, Serpiente emplumada es la señal esperada en otros universos, pero en este no es más que la vida, de tu fertilidad, como semen de hombre fertilizando a la hembra, así naces, y mueres en la lluvia, símbolo eterno de tu existencia, robótica, y eternamente mecánica, digital en tus entrañas; biológica y perfecta en tus manos, allí a donde nos ponemos los aztecas para alabarte y hacerte rituales en la consagración, bendita semilla, de la eterna lluvia que viene y se va para dejar nuestros campos repletos de ti, agua mecánica de nuestra ciudad.

 

Pirámide de la Luna

La segunda de las naves en salir del planeta de los aztecas de acero, y también, la segunda en estrellarse contra el suelo sagrado de Teotihuacán; al chocar contra la tierra provocó un hondo hundimiento en la tierra, el cual fue el inicio de la construcción del túnel que recorre, por debajo de varios metros el subsuelo de esta ciudad y la conecta; en náhuatl, tu nombre se dice Metztli itzagual.

 

El guerrero águila, cuya casco imita un pico de aquel ave, miró de manera abrupta el primer copo de nieve caer sobre la pirámide del Sol, cuyos escalones simulaban una columna vertebral humana, y abriendo la boca con sorpresa, se acomodó el caso en la cabeza, moviendo un tanto los sectores metálicos de éste, y dijo con unas célebres palabras: un enemigo, es necesario identificarlo de inmediato, es mi deber informar al emperador Moctezuma de la llegada de este insospechado y desconocido enemigo, si acaso hay peligro es necesario actuar de inmediato, tomar las medidas militares pertinentes, actuar ahora mismo, y evitar cualquier guerra, cualquier conflicto, ya sea interno o externo en esta bella ciudad, y así, si es el caso, derrotarlo, encarcelarlo y dejarlo en la prisión subterránea de nuestras tierras, así que le avisaré de inmediato. Y así, esto fue lo que dijo el parlanchín, en tanto ya se encaminaba al Palacio de Quetzalcóatl, pero resultó, ya llegando hacia las puertas de éste, que el propio emperador –viendo el mismo copo, pero desde una posición distinta–, lo había mandado llamar, precisamente a él para averiguar al respecto. De tal modo, cuando llegó a las puertas del palacio, Moctezuma recién había dado el llamado, por lo cual ambos se encontraron en la entrada, allí dialogaron.

 

Los copos de nieve caían, entre las pirámides, y los templos pequeños, como anuncios de guerra y de paz a un tiempo, una sigue a la otra, y nada se puede hacer cuando se encuentran, como el encuentro entre dos razas, aquí en la ciudad de los dioses.

 

Pirámide del Sol

Tu nombre, en náhuatl, es Tonatiuh itzacual, representa el halo azul del cielo, sobre el cual surges una y mil veces en el año, en ti se yerguen las esperanzas, cada día.

 

–Trabajarás de la mano de Macehual –mencionó Moctezuma.

–Entendido, señor –dijo el jaguar.

–Hemos acordado ya una estrategia –mencionó el emperador.

 

El brujo vidente, Chac percibió con su visión interna el encuentro de Moctezuma, del soldado águila, de Macehual, y de sí mismo viendo, los tres a un tiempo, la caída del primer copo de nieve; vio también la breve reunión y la determinación de la estrategia posterior, pues, ya se adivinaba la llegada de algún enemigo; el brujo adivinaría la juntura de los cuatro, más un quinto elemento –el copo de nieve–, el cual era signo inequívoco de la época del Quinto Sol, época de los aztecas de este universo, y en el cual los avances tecnológicos (a diferencia del universo original azteca, y de otros universos nacidos a partir de él), se encontraban en bastante avanzada, suficiente para revolucionar el cultivo del maíz, la caza de animales, y el desarrollo de la tecnología, aplicada al pueblo entero de Teotihuacán.

 

–Macehual –dijo Moctezuma.

–¿Qué pasa, señor?

–Manda llamar al chamán.

–¿Ahora?

–Si. Quiero verlo para conocer su visión sobre la nieve.

–Cuanto antes, señor.

 

La nieve cayendo como una flor, como un pájaro del sol, un colibrí bañado en pulque.

Un anciano poeta recitaba en las noches, bajo su techo de palma, entre las paredes de adobe, resguardadas por el ciborg, perrito chihuahua.

–Pronto acabará la helada –decía para sí mismo, mientras continuaba la escritura de sus versos, teniendo en mente aquel, cuyo nacimiento se debió al encuentro con el primer copo de nieve caído en la ciudad de los dioses, cuya ausencia no hacía sino aumentar el dolor de los pies fríos al salir a sembrar el maíz, a cazar tlacuaches, o al recorrer el cerro Gordo,

 

El chamán entró al Templo de Quetzalcóatl

–Me buscabas, señor –dijo el chamán.

–Sí –respondió Moctezuma.

–¿Qué deseas? –cuestionó el chamán.

–Quiero saber sobre tus visiones.

–Por supuesto –dijo Chac, y le contó lo que vio en esos momentos.

 

Una enorme nave, escondida entre humo; sandalias corriendo por el campo, en la Calzada de los muertos, en el aire los caballeros águila, y disparos.

–Es la guerra –sentenció Moctezuma.

–Eso parece –confirmó el chamán.

 

La pirámide del Sol, figura tetrarca, junto a su hermana lunar, tus escalones emprenden el camino de idea el astro rey, hacia él apuntan los cimientos de tu construcción; desde las bases, hasta los escalones, y la punta toda, como un cuerpo sólido, eres una palabra sabia inserta en la calidez azteca, antes de parajes soleados, ahora de nieve blanca, como una lengua de nube, como un sol blanco, enceguecido a sí mismo, sol de nieve, Teotihuacán de nieve, pirámide de nieve, ante ti nos rendimos, ante tu blancura inmediata y cálida, mujer blanca, hecha de sueños: nieve, flor de cempasúchil para los vivos, pulque de aire para los sordos, colibrí blanco para los ciegos, pronunció un poeta.

 

El maguey entre la nieve, el artefacto para canalizar los mensajes del maguey, el Rey padre maguey, astro de la naturaleza,

–¿Cuánto tiempo nos llevará retirar la nieve? –preguntó el vidente.

–Un par de días –respondió el maguey, moviendo ligerísimamente, una de sus hojas puntiagudas, como un aligera campana verde–. Pero antes de ello deberán encontrar y vencer a la serpiente lunar, un monstruo extraterrestre que ha venido a Teotihuacán, modificó las coordenadas solares de la pirámide del Sol y ocasionó la primera nevada, el primero copo de nieve, del cual hay una coincidencia que el propio vidente percibió.

 

Deshielo sobre tu piel

El rocío descongelándose en tu piel, al ritmo incesante, interno, de mis caricias, princesa Meztli; beso a beso, como avanzado por la nieve, descubriendo las flores sepultadas por el frío, así descubro mis besos en tus muslos, como si ellos fueron quienes me esperaran, y no yo quien te los ofreciera, son ellos y tú misma una entidad, un ave secreta que en los atardeceres blancos del Teotihuacán nevado me llevaran entre sus alas y desde allí al canto definitivo del amor.

 

Amada Meztli

La luna, ese témpano de hielo, caricia curvada, o labios a medio sonreír, vulva selenita, madeja de amor, en ti, me hundo como un dedo para saber la profundidad de la nieve, y en ese frío descongelo mis manos, porque el otro lado del hielo es el calor, y allí nadando en témpanos enrojezco de pasión, mi vara congelada penetra tu cuerpo, avalancha de nieve, entre rugidos, ecos y el rugir de la montaña, los animales –tus gritos enloquecedores–, se vuelven suspiros, una ligera flor nacida después de la avalancha, encuentro de nosotros, de nuestras miradas, y de un sí, que dio paso a esta nevada.

 

En las noches nevadas de la ciudad, el emperador redacta hermosas cartas para su amada, como lo hicieran antes otros poetas, en el universo original azteca, donde surgió este desparpajo de universos meta prehispánicos, uno de ellos este último, nevado y frío, pero cálido, por las letras del emperador para su amada.

 

Los jaguares flotantes

El jaguar flotante, una máquina elevada con la potencia de cuatro bestias, no obstante, voladoras, o en pleno salto, esa era la definición que los guerreros jaguar tenían de su medio de transporte para conducir largas distancias, de Teotihuacán a la Riviera maya, una lejana tierra en el sureste del planeta, hacia el centro del país en el volcán Xinantecátl, donde traían a la ciudad algunas tunas, y nopales de buen sabor, o hacia el propio Xochimilco, no tan lejano, pero lo suficientemente lejos como para no ir a pie; así, pues, las distintos trayectos, en los cuales los guerreros empleaban estas bestias metálicas eran unos u otros, pero siempre flotantes; por encima del suelo se levantaban la distancia, precisamente, de una cabeza de jaguar, una cabeza de felino, como si allí, y no en las patas, se concentrase la velocidad de estos animales, como si allí, no en su corazón retumbante se aferrasen a la tierra, como si allí, y no en su cola se encontrara el balance de su cuerpo, como si allí, y no en sus manchas pardas se encontrase la belleza de su piel… En fin, el jaguar flotante, a semejanza del felino, corría a una gran velocidad, derrapaba en esa ligera distancia entre el suelo y el aire, para, al fin, frenarse, cambiar de rumbo, o acelerar un tanto más. Esa era, pues, la esencia de esta bestia metálica, de esta motocicleta flotante, de este auto individual, de este gato de acero que no dejaba de rugir y correr, ni en la lluvia, el frío o la sequedad del ambiente; estaba diseñado para resistir, enfrentar y retar a los más extremos climas; que se supiera, de hecho, nunca se había detenido ante alguna eventualidad mecánica, propia o ajena (contaba con un mecanismo de auto reparación, perfectísimo); su naturaleza –mecánica–, consistía en ir siempre al frente, hacia los costados o en reversa sólo para acomodar el rumbo, redirigirse, o aumentar la velocidad, y en el desacelere, para estacionarse o apagarse hasta el próximo viaje, esa era su naturaleza. De este modo, el jaguar flotante se encontraba diseñado para recorrer campo abierto, por encima del agua –un cemacolli–, los cerros, pantanos, desiertos, en una máquina, una bestia del transporte, de los ejércitos del huey tlatoani Moctezuma; servidumbre de los propios guerreros, y sirviente de los habitantes de esta ciudad, se había enfrentado a los climas, terrenos y guerras más tortuosas.

 

Meztli, princesa mexica, el blanco y único sueño del emperador; sus labios son dulces como el tejocote, y su piel tersa cual vuelo de ave, el nombre cuyo significado es Luna.

 

Colmillos al frente, cuatro patas, con turbinas que lo elevan, asientos con piel de felino, combustible: chapopote líquido, manejo digital, y potencia en cada cemacolli recorrido; vehículo cuyo uso principal es el recorrer, se verá enfrentado, dentro de poco, en la guerra. Pero ahora mismo, en épocas de nieve seguía flotando, vestido, también de blanco, sin perder sus manchas de cobre, listo para la próxima batalla.

 

–¿Qué requiere? –preguntó Moctezuma, con evidente preocupación.

–Un implante en el brazo –contestó el médico robot,

–Hágalo –dijo de inmediato el emperador.

–A la orden, señor.

En ese momento llevaron a la princesa hacia la sala de operaciones, la transportaban en una camilla de palma; la introdujeron en la sala de cristal y comenzaron el procedimiento.

 

Al bajar de un paseo de jaguar flotante, Moctezuma, notó una mancha negra en el antebrazo; aunque Meztli le aplicó sábila de nopal, y tesina de cempasúchil, el agujero abierto, espacio negro en la piel del hombre, no cesó; se mantuvo –salvo el diagnóstico de médicos–, en ese cuerpo. Eso fue antes del frío.

 

El emperador y el chamán continuaban hablando.

–Me dice que pronto llegará la primera señal –opinó Moctezuma.

–Cierto –confirmó el brujo.

 

La bomba había caído a unos pasos del cali de Meztli, quien se encontraba en la entrada, no recibió el impacto directo, pero el fuego corrió por los pasillos de la construcción y alcanzó a quemar el antebrazo; la sangre no corrió tan intensa como parecería, el fuego le arrancó la mayor parte del antebrazo cauterizando al mismo tiempo, y de manera increíble la zona lastimada. No obstante, la princesa corría el peligro de perder la extremidad si no se llevaba a cabo una intervención bio médica.

 

Tetitla, barrio tradicional

Sus muros a media altura, y los muros completos enseñando pinturas coloridas, que retratan lechuzas, quetzales, y colibríes; los pasillos continúan, y llevan, fuera de ellos, a donde trotan zorrillos, coyotes y xoloescuincles, que se ocultan entre los pequeños edificios que complementan el barrio; la nieve es fría y deben cubrirse: lejos del campo, es el único lugar a donde se resguardan, la nieve llega, y no les da la oportunidad de más.

 

La mariposa, símbolo de transformación, dibujada en las paredes de los barrios señala, en esas dos dimensiones, los ritos de paso. Los jóvenes que se convertirán en guerreros, sacerdotes o artistas, todos ellos pasan por el ritual, se cortan y recortan, con alguna obsidiana, el antebrazo, la sangre mana y se echa al agua, como una bebida, ofrendada a los dioses, pero también a los espectadores de aquellos actos; una vez terminados los ritos, la sangre se la lleva el agua, pero también con ella, la juventud, y le da la bienvenida, gustosa, a los nuevos hombres, dueños, pero también siervos, de la ciudad de los dioses.

 

–¿Una nave? –preguntó Moctezuma.

–Ni más ni menos –confirmó Macehual–, de acuerdo a exploraciones de los caballeros águila, una especie de concha de armadillo, flotante, y de metal; no podría describir más, pues, por ahora, son las únicas señas dadas por nuestros guerreros, que así lo indican en vuelos, breves, de reconocimiento; un poco por las nubes, un poco por el volcán, un poco desde una distancia sensata entre el suelo y el cielo, así lo indica, señor –continuó el soldado–. Estas, pues, son las señales desde aire, pero habremos de esperar el reconocimiento por tierra, de nuestros compañeros, caballeros jaguar, a ver su informe, pero, por ahora, insisto, eso parece, una nave, y una extranjero, pues nadie la conoce, no es sin duda algo parecido a nuestro armamento de vehículos o naves conocido, nada se le parece a ello, y, aunque no termina por ser totalmente aterrador, sí un tanto desconocido, lo cual nos tiene en ascuas, a la espera de confirmar cuál es el veredicto de ambos comandos, el de aire, con las águilas, y el de tierra, con los jaguares, esa es, pues, señor, el reporte del momento, además, de naturalmente, la continua caída de la nieve, esas sustancia blanca, caída o venida, aparentemente, al paralelo de aquella nave desconocida, señor Moctezuma.



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