lunes, 14 de diciembre de 2020

El gato, de Juan García Ponce

Jorge Sánchez Jinéz


En la novela El gato, Juan García ponte nos enseña un pasaje interesante de la literatura erótica mexicana; su obra completa esté repleta, dicen quien los han leído más allá de este texto, de un erotismo sutil y literario que encanta a quien lo lee; por ahora, yo espero encontrarme pronto con aquellos libros. Mientras tanto, volviendo a El gato, puedo decir que, en efecto la palabra erótico describe, en lo general, el espacio a donde ubicaríamos una obra de sus características. No obstante, me parece importante señalar -yo no soy crítico ni teórico literario-, que existe, en lo subjetivo, en lo imaginario, una serie de sub géneros del erotismo (tal como lo hay en otras corrientes) y que, para mí, no sólo en la literatura, sino en la vida misma, nos enfrentan y nos ubican con el deseo desde un punto de vista u otro; dichos términos podrían ser: erótico, sexual, lo sexy, lo sensual, e incluso lo pornográfico; cada uno de estos tiene un cariz, un sabor, un color muy particular que dentro de la gran clasificación de lo erótico, lo define y lo diferencia a uno respeto del otro.

Pero es, en el espacio de lo sensual, a donde me interesa detenerme un poco más, porque es aquí a donde pertenece, según mi propio y subjetivísima clasificación, la novela El gato,; este concepto podría definirlo como una relación de amor con el cuerpo, de conciencia, emoción y pasión que, sin llegar lo sexual coquetea con ello, que por medio de las caricias, besos y acercamientos nos habla de la energía sexual sin consumirla del todo, sino mostrando qué es y en qué forma y registros se desplaza dentro del cuerpo, incluyendo, a veces, a otros cuerpos. En ese sentido, agregaría que la novela cuenta con dichas características, para quien la lea encontrará la constante danza de coqueteos, arrumacos y palabras que circulan entre Alma y Andrés -los protagonistas-, entre sus cuerpos mórbidos de pasión, que, como dije, no llegan del todo a lo sexual; incluso, a propósito de la dinámica de esta pasión, se encontrarán algunas escenas en las cuales Alma se besa con otros hombres, deja que la miren, la acaricien; Andrés no dirá mucho al respecto, no al menos con la palabra, pero sí con el cuerpo, pues hacia el final de la historia enferma, ligeramente, de fiebre, expresión hirviente, quizás, del enojo o la frustración de ‘compartir’ a su mujer con otros, pero no lo sabemos del todo.

Mucho de lo que puede decirse sobre la trama avanza por el registro de lo sensual; el resto de la novela tiene artilugios, recursos, formatos y tonos que se acercan al teatro -por la formación literaria del autor- y que alimentan la narrativa de manera sana e interesante.

Pero, volviendo al tema del erotismo, y no tanto de lo sensual, he pensando en dos referentes más.

El primero de ellos es Alberto Ruy Sánchez, quien escribió el ahora llamado quinteto de Mogador, una serie de cinco novelas (o cuatro si ese quiere, y un quinto volumen que funciona como apostilla o apéndice general de los anteriores), en el cual explora las distintas facetas del deseo, tanto de hombres como de mujeres; para él, el mundo interno es importante, al grado de que una forma de leer el deseo es con el cuerpo, con lo subjetivo del ser humano; es tanto su placer por este subjetivismo erótico que incluso llega  a postular la existencia, entre ficticia y real, de un grupo llamado la Casta de los Somnámbulos, seres humanos que, aun no siendo de una familia, comparten su aprensión libre por el deseo, sus caprichos y sorpresas inesperadas, amén de una figura geométrica que parece explicar esta naturaleza cambiante de la pasión: la espiral, un círculo que se acerca y aleja de sí mismo para llevarnos al encuentro con nosotros mismos, por medio del otro.

El segundo referente es una autora, también mexicana, Ana Clavel, quien en su novela Las violetas son flores del deseo, nos cuenta la historia de unas féminas de plástico y su creador; pero más allá de eso -trama central-, quisiera destacar una frase importante, con la que inicia la historia: la violación comienza con la mirada, y que se refiere, me parece entender, no a una incitación a la violencia (que no queda descartada), pero que, para nuestros fines, lo pensaría yo más en un contexto de cómo nos acercamos a desear lo que deseamos o cómo es que comenzamos a desear lo que queremos; en otras palabras, la frase estaría aludiendo a otra de la cultura popular: de la vista nace el amor (quizás no del todo exacta, pero funciona bien aquí). Así, pues, esa “violación comienza con la mirada”, no es otra que la pulsión escópica de Lacan, por medio de la cual satisfacemos el deseo, en un nivel, o de manera parcial, pero al final, alcanza un punto de satisfacción. La violación comienza con la mirada alude al ojo, a la vista como primero punto de encuentro con lo deseado.


Así, pues, he traído estos referentes para destacar que, así como en ellos por medio de elementos muy específicos se sintetiza el erotismo, así también sucede con García Ponce; así como la espiral y la mirada nos hablan de la perspectiva bajo la cual entienden, viven y escriben lo erótico aquellos autores, así aquel entiende al gato -animal místico-, como un detonador, exacerbante y causante de la pasión entre Alma y Andrés, ese gato del cual hemos hablado poco en este artículo, pero que ahora, después de meternos en una espiral-, llega par recordarnos cómo se aparece entre escena y escena, cómo deambula por el edifico, se pasea por el piso, escapa y regresa, acompañando a los otro dos: este felino genera un triángulo amoroso, erótico, entre los protagonistas, los lleva no a acariciarse y besarse, sino a completar una triada o a volver tridimensional un deseo de dos dimensiones: el gato da vida a una narrativa que sin él se vería desprovista, literariamente, no literalmente, del cuerpo, de su contacto, su levedad o peso, sus matices, y con los cuales la novela por medio de sus escenas cotidianas, nos hace recordar y vivir lo sensual -brevísima categoría de lo erótico-, como algo extraordinario, como lo que, simplemente, es. 




sábado, 5 de diciembre de 2020

 

El simbolismo en la literatura, el caso de las aves

Jorge Sánchez Jinéz

 

*con información de las historias citadas

Tengo en mente algunas imágenes acerca del simbolismo del ave en la literatura; pero en ese sentido, me gustaría, antes que nada, recordar una diferencia que hace Carl Jung al respecto de los símbolos y los signos, y si bien se trata de un elemento meramente psicológico, me parece que podemos trasladarlos al terreno de la literatura, pues no nos es ajeno durante la escritura y lectura; en primer lugar, Jung se refiere al signo como un elemento de un significado específico, como una señal de no dar vuelta a la izquierda, un semáforo, una letra, un objeto concreto, un auto por ejemplo; ahora bien, en el caso del símbolo, este autor nos advierte acerca de sus significados múltiples, más allá de los tiempos, las culturas, o más allá de las diferencias sutiles que pudiera haber en su forma, esencialmente se trata, podemos decir, de un conglomerado de significados puestos en una imagen, una forma, o un elemento cultural; pienso, ahora, en el caso del mandala, una círculo y/o cuadrado, inscrito uno dentro del otro (hay variedades de mandalas), cuya representación más general es la de la totalidad de la mente, es decir, todos sus procesos, dinámicas y estructura; el cuadrado y el círculo representan, en lo general, las energías masculina y femenina, presentes en el mundo, tanto en el real como en el intangible; pero vayamos un poco más despacio, y regresemos al caso del simbolismo del ave en la literatura. Y es que ahora sí descartado que el ave puede tratarse de un signo y en cambio puede manejarse como un símbolo, y esto lo digo porque, en efecto, el ave (en cualquiera de sus muchas formas), aparece en distintos cuentos de hadas clásicos o populares, como Hansel y Gretel, o en la Cenicienta y suele tener este cariz múltiple; si bien puede funcionar como signo.

Pero bien, vayamos: hace un momento, antes de escribir este breve artículo, me encontraba leyendo un cuento de Ray Bradbury, donde una imagen llamó mi atención:

«El cañón del arma se apoyó con feo placer contra el tórax, del tamaño de una jaula de pájaro no muy grande».

En ese momento, me vino la idea de golpe, el ave en la literatura, y de a poco reconstruí una serie de imágenes relacionadas con la misma. Pensé, al instante en el gorrión rojo, que le solicitan al detective Belane, en la novela Pulp, de Bokowsky -si no has leído la novela, detente aquí-; de inmediato traje también a la memoria el Espíritu Santo, una palomita que comunica a los seres humanos con Dios; en el caso de Belane, al final de la novela se descubre que el dichoso gorrión no se trata sino de un elemento que lo lleva a la muerte; podemos, por tanto, concluir que ese gorrión es la búsqueda de la vida o aquello que lo mantiene vivo, el asunto es mucho más complejo, pero creo que es necesario dejarlo así, pues se trata de una paradoja del ciclo de la vida y la muerte, pero, insisto, creo que puede, de pronto, dejarse así: el gorrión rojo es la vida, lo que insufla de vida la novela, la propia existencia de Belane y que lo lleva al destino último; en fin, en el caso del Espíritu Santo, no puedo sino recordar con pasión, interés, intensidad, algunos libros espirituales acerca de dicha ave, y que, en resumidas cuentas, hablan de esa comunicación divina para con el ser humano; esto me lleva a pensar un poco más en los citados cuentos populares, en especial en aquellos -no tengo alguno en concreto ahora mismo-, en los cuales un avecilla le ‘dice’ a un personaje por dónde ir, y el personaje toma esa ruta o camino; en términos psicológicos hablamos del ave como un comunicador, un representante de la intuición, esa avecilla llamada Espíritu Santo, pero bajada al nivel de lo humano. Así pues, en lo general estaríamos hablando del ave como una metáfora del corazón, su simbolismo representa la vida, la intuición, y la conexión con la vida espiritual.

Sobre idea de escribir este breve artículo era un tanto para confirmar cómo, en ocasiones, los símbolos aparecen de manera espontánea en la narrativa del escritor, y en ese caso, lo único que debemos hacer, si se quiere, es permitirles que sean, dejarlos ahí, para que hagan su trabajo, que es alimentar la historia, dar un guiño o confirmar que estamos conectados con lo que estamos escribiendo (bastante más podríamos hablar del simbolismo, pero será en otra ocasión).

El cuento de Ray Bradbury, por cierto, se titula Asesino en miniatura y se encuentra en su libro Memoria de crímenes, una colección de historias detectivescas, policiacas.

 


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