sábado, 5 de marzo de 2022

 Histeria y prostitución en La Salpêtrière

Jorge Sánchez Jinéz

 

Si alguna vez, señora, vais al país glorioso, orilla del verde Loira o del Sena brumoso, bella, digna de ornar las antiguas mansiones, haríais germinar en rincones discretos los más apasionados y rendidos sonetos. convirtiendo en esclavos todos los corazones.

Charles Baudelaire, Las flores del mal

 

 

Imaginemos.

Nos encontramos en París, Francia, en el edificio de la Salpêtrière. Corre el siglo XIX. El país entero, en especial la capital, está llenándose de ancianos, mendigos, enfermos, ladrones y prostitutas. A todos ellos se les encuentra vagando cerca del palacio de las Tullerías, bordeado por el río Sena, caminando bajo El Arco del Triunfo, recorriendo trechos de los Campos Elíseos, escupiendo el aire de sus dolencias, achaques, inmundicias, pensamientos y, quién sabe, hasta los dejos de enfermedades venéreas. Caminan, vagan, se pierden en la ciudad que albergará, años más tarde, la obra arquitectónica, causante de una inexorable, crítica de algunos parisinos: la Torre Eiffel. No son casuales las fétidas descripciones de París realizadas por Patrick Süskind, tampoco que hayan vivido en ese tiempo el Marqués de Sade y Jean Baptiste Grenouille; el primero, autor de novelas que expresan una sexualidad grotesca; el segundo, protagonista de El perfume, una obra literaria encargada de explorar el mundo de los aromas.

Como respuesta para obtener un descenso numérico de esa población poco deseada, en 1656 Luis XIV, el rey sol, lanza el “edicto del encierro”; este indica que las antedichas personas sean resguardadas bajo un techo seguro, refiriéndose a ellos como miembros de Jesucristo. Un edificio de historia singular cumplió esa tarea de resguardo. Aquí su historia. Hasta el siglo XVI, la pólvora para las municiones del armamento francés era preparada en el barrio del Arsenal, al margen del Sena; allí ocurrieron diversas explosiones, motivo suficiente para mudar esas labores al otro lado del río, a las afueras de París. Al paso del tiempo este edificio será nombrado La Salpêtrière (el nombre cobra sentido por el material allí guardado: salpétrere que significa sal de piedra, con una mezcla de carbón y azufre), el cual cumplirá las funciones de asilo–hospital, y que en 1872 vivirá los embates de la Revolución Francesa, teniendo como consecuencia el desalojo y asesinato de algunas prostitutas y los alienados –enfermos mentales–, hecho conocido como El masacre de La Salpêtrière. De tales damas será presentada una peculiaridad psicológica: dilucidar el motivo por el cual sufrían histeria, y ofrecer las explicaciones que abogan por tal aseveración, distinguiéndolas –nótese– de los alienados y las mujeres puramente histéricas que allí vivían.

Esta mendicidad que a los ojos de la nobleza era imperdonable se prolonga hasta el siglo XIX. Para ese tiempo, la Salpêtrière ya no alberga prostitutas y le ha sido anexado el edificio de Louvre, de donde un ladrón argentino, en 1930, sustraerá la obra pictórica más afamada del planeta: la Gioconda, o Mona Lisa, cuyas facciones producen un misterio tan hondo como el que causó la histeria femenina en los médicos y especialistas que la explicaban, aún de forma incompleta, en la década de los ochenta.

Permanecemos en París. Es el 20 de octubre de 1885. Se presenta una serie de hechos fundamentales para la ciencia y el arte: Von Baer descubre el óvulo; Daguerre y Niepce captan imágenes mediante la invención de la fotografía; Wundt, influido por el espíritu positivista, crea el primer laboratorio de psicología; es publicado La guerra y la paz de Tolstoi; Mas allá del bien y del mal y Así hablaba Zaratustra de Nietzsche, pasaron por idéntico proceso; en México imponen el breve imperio de Maximiliano de Habsburgo, fusilado luego en Querétaro.

Nos encontramos en el mismo edificio, en La Salpêtrière. Faltan algunos minutos para las ocho de la mañana; por el Boulevard Le Petit camina un joven vienés de 26 años. Viste un traje negro y zapatos lustrosos del mismo tono, lleva la barba y el bigote arreglados. Su nombre es Sigmund Salomón Freud. Se detiene afuera del edificio, contempla la capilla dedicada a Sant Louis, que albergó plegarias religiosas y ahora hospeda alaridos provenientes de las gargantas histéricas y alienadas que allí viven. Un aire otoñal remueve las hojas de los árboles apostados en el camellón y le invita a entrar. Así lo hace. Pregunta por Jean Martin Charcot. No se encuentra disponible el maestro. Le atiende Pierre Marie, uno de sus discípulos, que, como muchos otros, renegará de sus enseñanzas. Pierre le pide que espere, le ofrece asiento. El tiempo pasa. Sigmund se rasca la mandíbula, a donde años más tarde se le desarrollará un cáncer cuyo dolor controlará consumiendo cocaína; la espera continúa. El joven piensa dónde estará Charcot; quizás piensa sobre sus estudios de los centros funcionales encefálicos, quizás realiza un bosquejo sobre la histeria masculina que publicará tiempo después en sus Lecciones –traducidas en lo ulterior por el joven que ahora espera–; quizás piensa en la neurología, ciencia de reciente formación; quizás camina por los pabellones de La Salpêtrière, conversando con un colega sobre los aparatos de oftalmología que se tienen en el lugar; quizás le piden opinión sobre un electrodiagnóstico; no lo sabemos. Pero con toda seguridad, el maestro Charcot no pierde el tiempo; jamás lo hizo, duerme por menos de seis horas y domina el inglés, alemán, italiano, español… (¿en qué idioma reflexionará sobre la histeria?).

Freud conjetura sobre la tardanza del maestro. Ya son las diez de la mañana. La persona esperada por fin, lo recibe. Sus alumnos lo calificaron como tiránico y necio en la enseñanza, pero imponente y harto conocedor de la ciencia. Frente a él, aparecen sus facciones dulces, los pómulos salidos, el cabello lacio, medio desordenado y falto en alguna zona de la cabeza. Se saludan, se dan la mano. Charcot lo invita a darse prisa. El teatro de las histéricas comenzará en unos momentos. Como todos los martes, en el auditorio de La Salpêtrière, se reúnen médicos y extranjeros impacientes de presenciar el espectáculo.

Charcot se encuentra al frente. Babinsky, otro de sus alumnos, sostiene a Blanche Wittman por debajo de las axilas. Babinsky será durante toda su vida un solterón empedernido. Blanche, conocida como La Reine des Hystéryques, la reina de las histéricas, es alta, de carnes abundantes, piel blanca, su mirada lanza un brillo especial. Es el caso paradigmático de la histeria de aquellos tiempos: presenta obstrucciones en la garganta, lanza gritos, pierde la consciencia, le ataca una rigidez muscular, tal vez suceda una mordedura de lengua, se contorsiona de forma exagerada, y luego de ello el ataque culmina con una risa o un llanto igualmente dramatizado.

Charcot explica a los presentes –entre ellos a Sigmund Freud– el artilugio de intervención. Mientras la histérica –se pensaba que sólo las mujeres la padecían– vive la crisis, él actuará ayudado por el hipnotismo, el método de curación empleado en esta época. Enfrascada en un trance, ella obedece las órdenes del maestro. Los rostros estupefactos abundan. “Levanta la mano”, dice él, y el milagro científico ocurre: la mujer levanta la mano como un títere. Los síntomas aparecen y desaparecen a voluntad del hipnotizador. Así dirige la enfermedad “El emperador de La Salpêtrière”; si una enferma, por ejemplo, presenta ante los síntomas la inmovilidad de una pierna, él pide a la mujer que se levante, y así sucede, se levanta, camina; entonces la hace tomar asiento y luego pasa la inmovilidad a la otra pierna. Al final de la sesión, sin embargo, los síntomas siguen presentes. La curación total no llega. Después de todo, el estudio de esta enfermedad considerada perteneciente al campo de la medicina –una cuestión del sistema nervioso– ha nacido apenas hace unos años.

Los griegos pensaban en el útero como causante de todo; si una mujer carecía de un cuerpo que le brindase calor y relaciones coitales, este órgano se resecaba y su afán por obtener la temperatura adecuada era capaz de subir a la garganta o llegar al corazón, produciendo ansiedad, sensación de opresión, vómito o dificultades respiratorias. Menos contundentes resultan los títulos de posesas, brujas e hijas del demonio, recibidos por estas mujeres en el oscurantismo, así como las condenaciones a la hoguera[1]. Las técnicas para el enfrentamiento ante este fenómeno, además de la hipnosis, fueron de tintes variopintos. En algún tiempo por innovar en la cura, el médico Victor–Jean–Marie Burq inventó la metaloscopía: esta disciplina, infecunda salvo por sus inicios, intentaba demostrar la incompatibilidad de este, haciendo de la selección realizada un medio de sanación ante los padecimientos. El metal en cuestión se empleaba de manera interna o externa, en el cuerpo; si bien esta técnica atrajo la atención de Charcot también ganaría su rechazo.

Otros médicos coetáneos realizaron ciertas observaciones: Charles Lepois abogó por la situación compartida de síntomas histéricos entre hombres y mujeres; describió también un cuadro típico: anestesias, afonía, temblores, cefalea, parálisis. Paul Briquet reafirmó la presencia de la histeria en hombres. Mortis Benedikt relacionó el fenómeno con vivencias precoces de orden sexual, y también colocó en duda la hipnosis.

Así, pues, si bien ya existían algunos estudios al respecto, esta enfermedad se perfilaba como algo de importancia vital para su incipiente estudio científico. Ahora Charcot llevaba la batuta, era el dueño del paradigma actual. Un paradigma es una idea que explica un hecho y que, según Thomas S. Kuhn, se diluye ante la presencia de una con postulados más contundentes.

Los asistentes del pabellón toman notas. El asombro no disminuye, el joven Sigmund Freud ha quedado estupefacto. Al terminar esta exploración in vivo, le escribirá a Marta, su mujer, sobre lo sorprendente del tiempo vivido en París como becario y aprendiz de Charcot. Dentro de poco tiempo regresará a su natal Viena –a donde la historia die que, debido a la invasión turca, los originarios de este sitio adquirieron el hábito de tomar café así como sus cuarenta formas de prepararlo. Probablemente desde ese momento, Freud ya realizaba bosquejos que años más tarde consagrarán la doctrina psicoanalítica. Esta disciplina se granjeará seguidores como Carl Gustav Jung y Otto Rank, quienes asistirán a las celebradas reuniones de los miércoles –en las que quizás se ofrezcan pizcas de cocaína y un buen café–; el primero de estos hombres será el príncipe de la corona psicoanalítica e hijo pródigo que nunca volvió la mano al padre profesional que lo alimentó con sus teorías, obsesiones, repeticiones, reelaboraciones; el segundo, analizará algunos mitos bajo la lupa del psicoanálisis, que ahora nos lleva a comprender las motivaciones inconscientes que poseen los pueblos para aceptar y cultivar historias como las de Jesús, Hércules, Moisés, Edipo, todos ellos héroes bienhechores, profetas, pero quién sabrá si falsos personajes o exagerados y cargados de fantasías en sus rasgos y sus vidas. El psicoanálisis también sabrá esclarecer la mencionada enfermedad; este enfoque ahora nos dice que aquellos médicos que relacionaron su origen con eventos sexuales no estaban tan alejados de la razón. Freud ahora no lo sabe, faltan algunos años, pero cuando sus Estudios sobre la histeria queden completos, sabrá que, en efecto, este padecimiento, está originado por desórdenes sexuales, vividos por las personas en la infancia. Así lo refieren también sus pacientes. Así lo cuenta la famosa Ana O., atendida por Breuer –quien se arrepentirá de su colaboración con el joven Sigmund y no trabajará a su lado por otorgar el tiempo a su mujer–, así lo refiere también Emmy Von N., futura paciente de Freud, quien ahora presenta el espectáculo teatral de La Salpêtrière.

Pero Charcot no sabe, no imagina, las teorías que surgirán tras su muerte. No sabe, él que estudió el temblor senil y las lesiones pulmonares, y que murió de un edema pulmonar, no sabe cuáles son las causas de la histeria. Desconoce que las prostitutas que este edificio albergó sufrían de histeria porque la histeria se ocasiona principalmente por un trauma psíquico generado a partir de las vivencias repudiables para las personas, y en especial en las mujeres, aunque él mismo confirmase la presencia de la histeria en los varones. Pobre Charcot, desafortunado médico, erudito, padre autoritario: obligar a estudiar medicina a su hijo no fue una decisión certera; a su muerte, éste dejó del lado la ciencia y se dedicó a una vida como marino. A la muerte el maestro, todos, salvo un estudiante, rechazaron sus teorías, ya cuestionadas por el mismo Charcot antes de dejar este mundo de alienados, locos, prostitutas que necesariamente son histéricas y de histéricas que no son prostitutas. Blanche Wittman da muestra de esto último: al salir de La Salpêtrière laboró en un estudio de fotografía y trabajó para Marie Curie, que cuando se encontraba en medio de un escándalo por mantener una relación con un ex alumno de su marido, cuando en ese momento la prensa le gritaba robamaridos, ganó el segundo Nobel de su vida, el de Química, gusto compartido por Blanche, una mujer con diferentes amputaciones en los brazos, el conocido “cáncer de los radiólogos”, una mujer muy diferente a la anterior, hecho avalado por Pierre Marie. Esta mujer sufría aún más con las miradas de los espectadores.

Seguramente es así, por ese motivo sus alaridos resuenan en el auditorio de La Salpêtrière. Las miradas atentísimas aumentan la ansiedad ocasionada por un trauma de posible destierro con ayuda del psicoanálisis. Pero oh, eso es imposible, porque en este momento Sigmund Freud, creador de dicha teoría, se encuentra como becario, espectador y aprendiz de Charcot. Para atender la histeria, Freud y el psicoanálisis deberán pasar todavía sobre otros paradigmas, la hipnosis el primero de ellos.

 

Bibliografía

Cosentino, Carlos. “La Salpêtrière. Revista Peruana de Neurología. Vol. 4 N° 1-3 1998. 20 de junio de 2009.

https://sisbib.unmsm.edu.pe/bvrevistas/neurologia/v04_n1-3/la_salpetriere.htm

Freud, Sigmund. Estudios sobre la histeria. Buenos Aires. Amorrortu, 2007.

Pérez-Rincón, Héctor. El teatro de las histéricas. México: FCE, 2ª edición, 1995.

Pons, Anaclet. “La biografía de Blanche y Marie”. Clionauta: blog de historia. 15 de diciembre de 2006, 20 de junio de 2009.

https://clionauta.wordpress.com/2006/12/15/la–biografia–de–blanche–y–marie/

 


[1] La voz narrativa del presente texto se refiere a los hombres y mujeres de La Salpêtrière como histéricas y alienados. La revisión que doy ahora, años después, me lleva a considerar que de haber escrito hoy Histeria y prostitución… el enfoque tendría un tono distinto en cuanto a dichas nominaciones. Me parece que designar a los individuos con palabras es un tema amplio y en discusión, puesto que así como hay quien no está enfermo –alienado–, hay quien decide tomar o enmascararse con esos títulos. Para fines prácticos, y como muestra de una voz que intenta recrear el siglo XIX, decidí dejar las nominaciones originales, las cuales muestran mi visión personal del mundo y la bibliografía que consulté en aquel momento. 




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