Aztecas
en el hielo
Jorge Sánchez
Jinéz
*primeras páginas
#cienciaficciónmexicana #cienciaficción #fantasía #aztecas
Aquella fue la primera tarde en que comenzó a caer nieve sobre las pirámides del Sol y de la Luna, en Teotihuacán; en realidad la nieve comenzó a caer en estas dos construcciones por motivos de altura, tamaño y ubicación, en la región de los dioses, a quienes pocos les preocupó, pues en aquellos días andaban solucionando problemas relacionados con un universo paralelo, una dimensión alterna, nunca nadie supo en realidad el motivo de su ausencia, pero ante tales hechos, los aztecas de este universo se encontraban a expensas de lo que pudieran hacer ellos mismos, ateniéndose ante sus propios conocimientos y recursos, tanto personales como científicos, tecnológicos, que, para ser sinceros, no eran tan pocos, pero, aparentemente, o en ese momento, no eran los suficientes para saber de dónde provenía la nieve, que ya comenzaba a caer sobre el resto de las construcciones en la zona sagrada, en la ciudad de los dioses (quienes, como hemos dicho, paradójicamente, se encontraban ausentes en ese momento). Así pues, el monarca Moctezuma salió del Templo de Quetzalcóatl. En el centro de aquella zona, dirigió la mirada hacia sendas construcciones, solsticia y lunar, y mandando llamar al comandante de su ejército le dijo, con una mano en la cintura: Por favor, ordene la búsqueda inmediata de esa sustancia (era claro que, en ese momento, poco se conocía sobre la nieve, y más bien se le tenía por un mito, y no tanto como una realidad, situación por la cual, como es natural, mandó a investigar a su soldado principal, temiendo pero aún más percibiendo, alguna situación peligrosa). Desde luego el soldado fue a encaminarse a dichas pirámides, acompañado de un grupo pequeño de soldados, unos cuatro o cinco, como ordenaba el protocolo de los guerreros jaguar, y se dirigió a las pirámides, andando por la Calzada de los muertos, con pasos seguros, pero apenas notar un halo de indecisión o incertidumbre, se devolvió para emprender el camino con una máquina especializada en terreno extraño o descompuesto, el Cuatochin, la máquina de acero saltadora. Macehual lo abordó y, desplazándose hacia la pirámide del Sol, llegó frente a ella, frente al primer escalón, donde descendió con paso ligero, levantó la vista, encontrándose con las escaleras de la construcción, como una columna vertebral, y de ahí saltó la mirada al cielo, de donde seguía cayendo aquella sustancia blanca; extendió la mano, para captar un copo ligero, y tras sostenerlo un momento lo dejó al caer al suelo, que continuaba llenándose de nieve; no encontró una respuesta inmediata, pues nada extraño había en el cielo, alrededor suyo, ni tampoco una ventisca que trajera la nieve de algún otro lugar, no, la nieve caía del cielo, como cae la lluvia en días nublados, así que echó a andar camino atrás, y pronto se encontró en el Templo de Quetzalcóatl, junto al tlatoani, Moctezuma.
–No conocemos mucho al respecto –dijo
Macehual.
–¿A qué te refieres? –preguntó el
emperador.
–Sabemos lo que es –confirmó el
soldado–, pero nada sabemos de su procedencia.
–Dime más –pidió Moctezuma.
–Es nieve –indicó el soldado–, como la
que hay en los volcanes nevados, cuando el frío es mucho, ya sabe, una especie
de agua helada, y viscosa, como semen de guerrero, pero en frío, y de eso yo no
sabría decirle más, porque, precisamente, la nieve no es mi especialidad, pero
podría decirle que, según veo, se trata de un mal presagio, pues lo que es
ajeno a nuestro territorio, o a cualquier territorio, siempre anuncia un
cambio, una tormenta, o una desgracia –continuó Macehual–, así que, por otro
lado, yo sólo le pediría que fuésemos cuidadosos, certeros en cómo tratamos con
ese instrumento, extraño de la naturaleza; nunca se sabe qué pueda traer algo
desconocido como la nieve, señor –Macehual comenzaba a sudar–, quizás podría
traer desgracias, augurios, o tristezas, eso nunca lo sabemos, pero por eso,
precisamente, debemos tener cuidado, la sorpresa es la madre de todas las
desgracias, pues, aun sabiendo que la alegría se acerca, es necesario cuidarnos
de la nieve, la nieve blanca, como un llanto, un niño muerto o una mujer;
quiero decirle, en otras palabras, que si bien la nieve puede ser un presagio
de buenos deseos y su conclusión, también, es cierto, puede traer malos
augurios, como ya le digo, mi señor, eso pienso, y así, pues, la nieve, se me
figura como un arma de doble filo, o como un puño y una caricia, un arma
colocada en la misma mano, mano que bien puede servir para abofetear, bien para
acariciar, contener y abrazar a un niño, una mujer o un animal. Diré, entonces,
la nieve es una sustancia blanca, luz cegadora, y luz resplandeciente, una luz
de dos caras, como una espada macuahuitl, y su brillo tanto para defender como
para atacar puede traer presagios buenos, y presagios malos –concluyó Macehual.
–Dejaremos el tema de los presagios
para el chamán –replicó Moctezuma.
En tanto, los edificios, los campos, y
las flores se llenaron de blanco, cual flores de cempasúchil soñadas por un
dios azteca, llenando el campo aquí y allá; la nieve sepultó, en buena medida,
la ciudad sagrada de los dioses. De tal modo, los científicos, para nada atrasados,
sino bastante avezados y trabajando en conjunto con los topos mecatrónicos
(científicos dedicados a la reinvención de artefactos utilísimos y novedosos en
Teotihuacán), mejoraron –tras largos, pero veloces pasos, pruebas y modelos– la
invención del jaguar flotante, una motocicleta manipulable a base de un sistema
anti gravitación, la cual les permitía a los aztecas desplazarse por encima de
la nieve; así, en los primeros días se vio navegar o avanzar sobre el piso,
blanquecino como un sueño, a los militares, artesanos, sacerdotes y al propio
Moctezuma, en esas máquinas ligeramente voladoras para transportarse de un
lugar a otro; el tiempo pasó, casi sin percibirlo, como un colibrí posando,
ligeramente, encima de una flor, libando su sabor; el tiempo se convirtió,
pues, en una colibrí de alas ligeras, en un ave de plumas multicolores, cual
arcoíris; el tiempo se convirtió en un tigre salteando el bosque, merodeando,
en busca de su presa, siempre atento a los posibles movimientos del venado,
para capturarlo en un momento justo; mas el tigre siempre necesita, para ello,
una señal ligera, sutil, en muchos casos es –combinación excelsa– el vuelo
ligero de ave mencionada, la ligera palma de la mano voladora, el colibrí, el
santuario de la dulzura en el aire, de modo que así se combinan el cielo y la
tierra, en un solo espacio, para dar lugar a la caza de la presa, al alimento
del tigre, como si de este modo, se vieran las estrellas en la noche, ese es el
encuentro de ambos, del volador y el terrestre, y así, entre esas dos imágenes,
la del colibrí ligero, y la del tigre ágil, el tiempo va pasando, casi
desapercibido.
–¿Quiere que mande llamar al chamán?
–preguntó Macehual.
–Yo te pediré cuándo lo hagas –replicó
Moctezuma.
–Eso no parece prudente, señor –se
encontraban en el Palacio de Quetzalcóatl.
–¿Por qué lo dices? –preguntó
Moctezuma.
–La nieve es un elemento nuevo, y tal
vez el chamán, un hombre viejo, y sabio nos podría decir algo sobre ella
–apuntó Macehual–, de dónde viene, a dónde va, cuál es el propósito de su
llegada aquí, siempre es bueno tener la mirada de un sabio sobre un evento
desconocido, aún más sabiendo que la nieve, proveniente de los volcanes, pero
aquí no es un volcán, ha llegado hasta nuestro territorio, la nieve podría
estar emparentada con la guerra, la sequía, o el fuego, nunca lo sabemos
–continuó el soldado, acomodándose la faldilla de piel de venado, moviéndose
como una hojarasca en el viento del campo exterior, cual si el aire sacudiera,
como caricia, la ropa de Macehual, quien, allí, insistente en buscar al chamán
–hombre de sabiduría–, buscaba iniciar la guerra, su impulso combatiente lo
incitaba a ello, nada más; Macehual era un hombre hecho para la guerra, sus
brazos fuertes, el torso fornido, la lengua montaraz, el cerebro lento pero
seguro lo delataban como un soldado; al poco de tiempo de ingresar en el
calmécac (todavía en Tenochtitlan), se convirtió en un soldado esencial de la orden
de caballeros jaguar (Macehual lo era por decisión, destino y valentía); de tal
modo la insistencia en buscar al chamán era el pretexto perfecto para buscar al
responsable del cambio en el clima, del nuevo fuego blanco, del arroyo de hielo
en los suelos y cielos de Teotihuacán, de la nieve cayendo por doquier, algo
así como decir, ya vez, emperador, tenía razón en buscar al viejo, quien les ha
advertido de iniciar los ataques cuanto antes; en todo ello pensaba –con los
puños bien apretados–, cuando una voz, imperial, desde luego, lo sacó del
trance de combate, el eterno cielo de los soldados, era la voz de Moctezuma,
quien con una mirada lenta, pero persuasiva parecía anunciar lo que diría desde
entonces y para entonces en caso de evitar cualquier imprudencia, cualquier
paso falso; el emperador era un hombre de precauciones, de templanza y
sabiduría (si bien no al grado ni en la forma de un chamán, y por ello la
insistencia de Macehual, pues en aquel encontraría lo que en Moctezuma jamás o
muy pocas veces); los puños del guerrero seguían crispados, buscando la
revancha no iniciada de una guerra no comenzada, pero seguro, eso sí, siempre
en busca del enfrentamiento, pues de una cosa estaba seguro, él, que era un
guerrero, cuando el caballero águila o el caballero jaguar decían o intuían el
olor a sangre, nunca o muy pocas veces se equivocaban, y esa, no era una
ocasión fallida, la guerra, parecía lo más seguro posible, aun cuando los
indicios formales no aparecían en el futuro, y próximo, campo de batalla.
–Yo te pediré cuando llames al brujo
–sentenció el emperador.
El anciano, ciego de nacimiento, no
percibía la totalidad de los colores, sino una sombra de aquellos, como un
atardecer volando bajo como un pájaro, diría o parafrasearía a un poeta
olvidado, extendiendo sus alas, a lo largo y ancho del cielo, provocando una
ligera sensación de calidez (no obstante la natural temperatura baja de la
sustancia blanca), con lo cual, aquel hombre añoso, comenzó a advertir la
llegada de un fenómeno inédito en la ciudad de los dioses, diciendo: para mí,
se trata de la visita de los extraterrestres, y aun cuando lo dijo con cierta
ironía, o con seriedad, o con una combinación de ambos, nadie, naturalmente,
podríamos decir, lo tomó en serio, pues aquellos –no lo de la nieve, sino el
tema de los visitantes de otro planeta–, era un hecho improbable, muy
improbable dentro de aquella pequeña ciudad de Teotihuacán, pequeña metrópolis,
inscrita en un mundo aún más grande; así, algunos se rieron del anciano, otros
escucharon con cautela, pues bien dicen los códices aztecas: escuchen con sabiduría
la palabra de los ancianos, aun de aquellos a quienes la demencia ha ocupado la
mente y espíritu… En fin, esa fue una parte de la historia respecto al anciano,
quien, viendo uno de los primeros copos de nieve, definió el hecho, en su
lenguaje interior, como una flor abierta en pleno cielo, el vuelo de un pájaro
blanco, un colibrí recién nacido de los labios de la Coatlicue, y así, pasando
revista a estas palabras, talló en un maguey congelado las palabras, con un
cincel, que daba la bienvenida en uno de los caminos de llegada a la ciudad de
Teotihuacán.
A nadie le gustan los pastizales porque
son el corriente, el común de los mortales en el reino vegetal, pero han de
saber, oh, gran Coatlicue, cómo esos hijos tuyos nos alumbran a los chamanes, y
nos proveen de un refugio seguro para cazar nuestras presas, tanto a los buenos
chamanes, los blancos, como a los malos, los oscuros; hoy no me detendrá en
encaminar a los aztecas en el conocimiento de los chamanes, o brujos, quienes
realizamos ensalmos, sortilegios y trucos para venir y devenir en este mundo
terrenal, pues mi tarea nos es develar los misterios de la magia, sino alabar
las creaciones de la madre tierra, y entre ellas, las de tu creación, amada
Coatlicue, hija de los grandes dioses, señora del inframundo, princesa de la
vegetación, en cualquiera de sus formas; no hay santidad en la tierra sin tu
nombre, tu permiso, no tus recomendaciones de reverdecer el planeta, cosas que
tú haces a la perfección, sembrando, en lo árido o en lo verde, los pastizales
de los cuales gozamos, no sólo chamanes, escondidos para acechar a la presa,
sino también los mortales, comunes, ya sea tendiéndose allí, encima, como una
hamaca o petate de firmes cimientos, o para enjaezar a las aves, y de allí,
mirando al cielo, despegue su vuelo, del cual gozamos todos, hasta los
soldados, sacerdotes y el mismo huey Tlatoani; por eso es importante aclarar:
sin pastizales, no hay vuelo de los pájaros, sin cimientos no hay pirámides, ni
suburbios ni nada se alzaría sobre sí mismo si no fuera por ello, y el
pastizal, teniendo como pilar la tierra, es el sostén de la belleza, de flores,
árboles, y es la piel peluda de los animales, así los contemplamos todos,
incluida, quizás tú misma, señora de la tierra, y a eso debemos los rezos de
agradecimiento, los sacrificios de antaño, cuando éramos salvajes, y la
tecnología que nos procura la comida, la ropa y las inteligencias de las cuales
gozamos, todos, en estos tiempos; salvo, oh, madre Coatlicue, gracias a ti,
entre otras cosas, gozamos de los pastizales.
–¿Está claro? –preguntó Moctezuma.
–Clarísimo –se ciñó Macehual a las
órdenes del tlatoani.
–Excelente –remató Moctezuma, mientras
la faldilla de cuero y algodón se movía ligeramente en el frío venidero de la
nevada.
Los pastizales, bien lindos, dijo una
princesa, una muchacha dedicada a la venta de jarrones, en el mercado de
Teotihuacán, en el centro de la Calzada de los muertos, donde se reúne los
alfareros, pescadores, y obreros, de la gran ciudad, a comercializar sus
productos, a la venta, e intercambio de materiales, para comer, vestir, o
cazar, la caza se les da bien a los aztecas; y allí entre el gentío, flores
silvestres, y cascaritas y huesos de tejocote, y capulín.
En el mercado el ruido es cántico de
zenzontle, como de puma enamorado, o armadillo en persecución o escape; el
mercado es la fuente de vida de la ciudad; es el pulmón, hígado y corazón de la
ciudad, es el respiradero de la tristeza y la melancolía, el remedio
sustentable de todo mal, pues el trabajo es el mal convertido en bien, y allí
en el mercado sucede todo eso, alquimia azteca, bajo las manos de sus
trabajadores
Allí, entre mercaderes, la princesa lejana
y joven ha dicho, en silencio, con murmullos, un rugido y un silencio a la vez:
–Nieve –levanta la mano, estirándola
como pidiendo limosna sagrada, y abriendo los ojos cual dos petates redondos,
dice–: Encendamos las hogueras para conserva el calor, al parecer la nieve
comienza a caer en el mercado, y así el fuego sagrado del dios robot
Huehuetéotl nos protegerá a nosotros y a nuestras viandas, pieles y cerámicas.
En medio del pastizal hay una fuente,
una escultura de jade, que alguien dejó caer, por descuido, en el campo, es una
pequeña estrella diurna, con los rayos del sol refleja su luz verde, es una piedra
sonriente.
El fuego sagrado comienza a llamear en
los puestos, colocados aquí y allá, en la Calzada de los muertos, donde
Huehuetéotl, uno de los pocos dioses robot que permanecieron en Teotihuacán,
andaba por allí rondando, y al recibir la petición de los ciudadanos, brindó el
fuego necesario para mantener el calor.
Huehuetéotl, armazón de acero, cazador de
guamúchiles, el principal sonido, sanador y festivo de tu lengua, palabra de
fuego; sonido incendiado, eso es tu presencia, señor de las llamas rojas; aroma
de victoria sobre el frío y lo crudo, ese es tu nombre, Huehuetéotl, y representa, y es, todo lo
cálido.
Huehuetéotl, el dios sentado, la cabeza redonda,
como un sol molido en sí mismo, un molcajete de ardor, fijo, como piedra o
tierra, o cielo lloviendo, pero en rojo; Huehuetéotl; dios viejo, y de viejo fuego, y fuego nuevo, lo
novedoso y lo antiguo en ti convergen, por eso la nieve y el fuego se
encuentran hoy ante ti, ante nosotros, y ante ello tu presencia, salvadora, es
calorificante, y bendecida, como cada una de nuestras plegarias que dedicamos,
nosotros los aztecas, a los dioses robot.
Huehuetéotl, de tus entrañas robóticas el fuego
enciende.
–¿Es cierto que Huehuetéotl se quedó para protegernos?
–Lo hizo –responde una mujer.
Pingüica, agua fresca, con las nieves
del cielo, los campesinos han puesto a enfriar su mezcla de pingüica y azúcar
de caña, qué delicia; aún entre el fuego abrazador de Huehuetéotl, se mantiene fresca, una combinación
extraña: como un abrazo en el gélido invierno, un beso en la tristeza, o una
caricia en el dolor: pingüica en la nieve, entre fuego y hielo, refresca la
boca, la lengua, la sangre.
La pirámide del Sol
Relámpago envuelto en sí mismo, caracol
o armadillo de patas sueltas, como si les hicieran cosquillas, así son las
escaleras de este templo; y así entre dando pasos en la oscuridad, en el día
–sin moverse de su lugar, como un planeta estático–, la pirámide del Sol, se
embalsama a sí misma, como un muerto que teje su propia mortaja, de palma, de
hojas secas, y lodo.
Pirámides
Nave espacial petrificada, se dice,
cuentan las leyendas. Los dioses robot, venidos de otro universo meta
prehispánico, aterrizaron de emergencia en esta ciudad sagrada (antes de ser
ciudad), construyeron estos edificios de piedra combinando el metal de sus
naves, o adaptando el metal de ellas a los pastizales, las flores, y huesos de
animales muertos hasta lograr –junto con la tierra y lodo sagrado– una mezcla
con la cual pegaban las piezas de cada pirámide, de cada escalón, de cada
rincón, recodo y repunta del edificio, hasta volverlo sagrado, pues sagrada era
la misión a la cual iban, y no llegaron, pero al fallar, decidieron convertir
la falla en triunfo, y así, entre construcciones, que atraviesan la
inteligencia, la vencen con su asombrosa perfección, construyeron esta ciudad
sagrada, ciudad de huesos, y naves espaciales fosilizadas en la mezcla que une
los ladrillos que la componen, naves espaciales aterrizadas, eso son las
pirámides de aquí, al menos las tres principales, el Sol, la Luna, y el templo
de Quetzalcóatl.
–Vete preparando –le dijo el tlatoani
al soldado.
–Excelente, señor.
–Pero poco a poco.
–¿Preparo los escudos?
–Y las espadas –mencionó Moctezuma.
Las tres naves espaciales, en las
cuales viajaban, se estrellaron y a partir de ellas, construyeron la ciudad,
reza un antiguo adagio que cantamos quienes sabemos –por medio de sueños– qué y
cómo sucedió la formación de esta ciudad.
Pirámide del Sol
Coronada de nieve, volcán reducido, el
primo lejano del Popocatépetl, o el abuelo encorvado o el nieto recién entrado
en la niñez, o la amante desnuda acurrucándose después retozar en el lecho, un
sinfín de amigos, enemigos, amistades, trabajadores, reyes, sacerdotes o magos
son las figuras representadas por la pirámide del Sol, y aún más, con nieve en
su escalones, paredes y recovecos, parece una lágrima blanca, nacida de la
mismísima Coatlicue, como si fuera ella, y no el mismo sol, quien decidió parir
este edificio, consagrado al renacimiento, la muerte, y al eterno ciclo de la
vida, ahora mismo congelado, y hermoso, para extranjeros, habitantes, y para el
mismo paisaje: un guiño blanco y frío en el inmenso territorio, del bello
Teotihuacán.
Templo de Quetzalcóatl
La tercera de las naves golpeó con
fuerza el suelo, entre pastizales; conducía y transportaba a los guerreros de
la orden de los dioses robot, quienes, saltando un poco antes de estrellarse
contra el suelo, salvaron la pelleja metálica. Entre los restos, escondidos,
del accidente, se lee en una tabla metálica:
Serpiente de rayas, líneas, y puntos,
tu geometría es esencia y pulpa de fruta, la fruta del universo; en ti corren
lagos y lagunas, ríos estancados, mares de agua dulce, pues eres el dueño del
mundo, en el agua, por el agua y en el agua; tu nombre, Serpiente emplumada es
la señal esperada en otros universos, pero en este no es más que la vida, de tu
fertilidad, como semen de hombre fertilizando a la hembra, así naces, y mueres
en la lluvia, símbolo eterno de tu existencia, robótica, y eternamente
mecánica, digital en tus entrañas; biológica y perfecta en tus manos, allí a
donde nos ponemos los aztecas para alabarte y hacerte rituales en la
consagración, bendita semilla, de la eterna lluvia que viene y se va para dejar
nuestros campos repletos de ti, agua mecánica de nuestra ciudad.
Pirámide de la Luna
La segunda de las naves en salir del
planeta de los aztecas de acero, y también, la segunda en estrellarse contra el
suelo sagrado de Teotihuacán; al chocar contra la tierra provocó un hondo
hundimiento en la tierra, el cual fue el inicio de la construcción del túnel
que recorre, por debajo de varios metros el subsuelo de esta ciudad y la
conecta; en náhuatl, tu nombre se dice Metztli itzagual.
El guerrero águila, cuya casco imita un
pico de aquel ave, miró de manera abrupta el primer copo de nieve caer sobre la
pirámide del Sol, cuyos escalones simulaban una columna vertebral humana, y
abriendo la boca con sorpresa, se acomodó el caso en la cabeza, moviendo un
tanto los sectores metálicos de éste, y dijo con unas célebres palabras: un
enemigo, es necesario identificarlo de inmediato, es mi deber informar al
emperador Moctezuma de la llegada de este insospechado y desconocido enemigo,
si acaso hay peligro es necesario actuar de inmediato, tomar las medidas
militares pertinentes, actuar ahora mismo, y evitar cualquier guerra, cualquier
conflicto, ya sea interno o externo en esta bella ciudad, y así, si es el caso,
derrotarlo, encarcelarlo y dejarlo en la prisión subterránea de nuestras
tierras, así que le avisaré de inmediato. Y así, esto fue lo que dijo el
parlanchín, en tanto ya se encaminaba al Palacio de Quetzalcóatl, pero resultó,
ya llegando hacia las puertas de éste, que el propio emperador –viendo el mismo
copo, pero desde una posición distinta–, lo había mandado llamar, precisamente
a él para averiguar al respecto. De tal modo, cuando llegó a las puertas del
palacio, Moctezuma recién había dado el llamado, por lo cual ambos se
encontraron en la entrada, allí dialogaron.
Los copos de nieve caían, entre las
pirámides, y los templos pequeños, como anuncios de guerra y de paz a un
tiempo, una sigue a la otra, y nada se puede hacer cuando se encuentran, como
el encuentro entre dos razas, aquí en la ciudad de los dioses.
Pirámide del Sol
Tu nombre, en náhuatl, es Tonatiuh
itzacual, representa el halo azul del cielo, sobre el cual surges una y mil
veces en el año, en ti se yerguen las esperanzas, cada día.
–Trabajarás de la mano de Macehual
–mencionó Moctezuma.
–Entendido, señor –dijo el jaguar.
–Hemos acordado ya una estrategia
–mencionó el emperador.
El brujo vidente, Chac percibió con su
visión interna el encuentro de Moctezuma, del soldado águila, de Macehual, y de
sí mismo viendo, los tres a un tiempo, la caída del primer copo de nieve; vio
también la breve reunión y la determinación de la estrategia posterior, pues,
ya se adivinaba la llegada de algún enemigo; el brujo adivinaría la juntura de
los cuatro, más un quinto elemento –el copo de nieve–, el cual era signo
inequívoco de la época del Quinto Sol, época de los aztecas de este universo, y
en el cual los avances tecnológicos (a diferencia del universo original azteca,
y de otros universos nacidos a partir de él), se encontraban en bastante
avanzada, suficiente para revolucionar el cultivo del maíz, la caza de
animales, y el desarrollo de la tecnología, aplicada al pueblo entero de
Teotihuacán.
–Macehual –dijo Moctezuma.
–¿Qué pasa, señor?
–Manda llamar al chamán.
–¿Ahora?
–Si. Quiero verlo para conocer su
visión sobre la nieve.
–Cuanto antes, señor.
La nieve cayendo como una flor, como un
pájaro del sol, un colibrí bañado en pulque.
Un anciano poeta recitaba en las
noches, bajo su techo de palma, entre las paredes de adobe, resguardadas por el
ciborg, perrito chihuahua.
–Pronto acabará la helada –decía para
sí mismo, mientras continuaba la escritura de sus versos, teniendo en mente
aquel, cuyo nacimiento se debió al encuentro con el primer copo de nieve caído
en la ciudad de los dioses, cuya ausencia no hacía sino aumentar el dolor de
los pies fríos al salir a sembrar el maíz, a cazar tlacuaches, o al recorrer el
cerro Gordo,
El chamán entró al Templo de
Quetzalcóatl
–Me buscabas, señor –dijo el chamán.
–Sí –respondió Moctezuma.
–¿Qué deseas? –cuestionó el chamán.
–Quiero saber sobre tus visiones.
–Por supuesto –dijo Chac, y le contó lo
que vio en esos momentos.
Una enorme nave, escondida entre humo;
sandalias corriendo por el campo, en la Calzada de los muertos, en el aire los
caballeros águila, y disparos.
–Es la guerra –sentenció Moctezuma.
–Eso parece –confirmó el chamán.
La pirámide del Sol, figura tetrarca,
junto a su hermana lunar, tus escalones emprenden el camino de idea el astro
rey, hacia él apuntan los cimientos de tu construcción; desde las bases, hasta
los escalones, y la punta toda, como un cuerpo sólido, eres una palabra sabia
inserta en la calidez azteca, antes de parajes soleados, ahora de nieve blanca,
como una lengua de nube, como un sol blanco, enceguecido a sí mismo, sol de
nieve, Teotihuacán de nieve, pirámide de nieve, ante ti nos rendimos, ante tu
blancura inmediata y cálida, mujer blanca, hecha de sueños: nieve, flor de
cempasúchil para los vivos, pulque de aire para los sordos, colibrí blanco para
los ciegos, pronunció un poeta.
El maguey entre la nieve, el artefacto
para canalizar los mensajes del maguey, el Rey padre maguey, astro de la
naturaleza,
–¿Cuánto tiempo nos llevará retirar la
nieve? –preguntó el vidente.
–Un par de días –respondió el maguey,
moviendo ligerísimamente, una de sus hojas puntiagudas, como un aligera campana
verde–. Pero antes de ello deberán encontrar y vencer a la serpiente lunar, un
monstruo extraterrestre que ha venido a Teotihuacán, modificó las coordenadas
solares de la pirámide del Sol y ocasionó la primera nevada, el primero copo de
nieve, del cual hay una coincidencia que el propio vidente percibió.
Deshielo sobre tu piel
El rocío descongelándose en tu piel, al
ritmo incesante, interno, de mis caricias, princesa Meztli; beso a beso, como
avanzado por la nieve, descubriendo las flores sepultadas por el frío, así
descubro mis besos en tus muslos, como si ellos fueron quienes me esperaran, y
no yo quien te los ofreciera, son ellos y tú misma una entidad, un ave secreta
que en los atardeceres blancos del Teotihuacán nevado me llevaran entre sus
alas y desde allí al canto definitivo del amor.
Amada Meztli
La luna, ese témpano de hielo, caricia
curvada, o labios a medio sonreír, vulva selenita, madeja de amor, en ti, me
hundo como un dedo para saber la profundidad de la nieve, y en ese frío
descongelo mis manos, porque el otro lado del hielo es el calor, y allí nadando
en témpanos enrojezco de pasión, mi vara congelada penetra tu cuerpo, avalancha
de nieve, entre rugidos, ecos y el rugir de la montaña, los animales –tus
gritos enloquecedores–, se vuelven suspiros, una ligera flor nacida después de
la avalancha, encuentro de nosotros, de nuestras miradas, y de un sí, que dio
paso a esta nevada.
En las noches nevadas de la ciudad, el
emperador redacta hermosas cartas para su amada, como lo hicieran antes otros
poetas, en el universo original azteca, donde surgió este desparpajo de
universos meta prehispánicos, uno de ellos este último, nevado y frío, pero
cálido, por las letras del emperador para su amada.
Los jaguares flotantes
El jaguar flotante, una máquina elevada
con la potencia de cuatro bestias, no obstante, voladoras, o en pleno salto,
esa era la definición que los guerreros jaguar tenían de su medio de transporte
para conducir largas distancias, de Teotihuacán a la Riviera maya, una lejana
tierra en el sureste del planeta, hacia el centro del país en el volcán
Xinantecátl, donde traían a la ciudad algunas tunas, y nopales de buen sabor, o
hacia el propio Xochimilco, no tan lejano, pero lo suficientemente lejos como
para no ir a pie; así, pues, las distintos trayectos, en los cuales los
guerreros empleaban estas bestias metálicas eran unos u otros, pero siempre
flotantes; por encima del suelo se levantaban la distancia, precisamente, de
una cabeza de jaguar, una cabeza de felino, como si allí, y no en las patas, se
concentrase la velocidad de estos animales, como si allí, no en su corazón
retumbante se aferrasen a la tierra, como si allí, y no en su cola se
encontrara el balance de su cuerpo, como si allí, y no en sus manchas pardas se
encontrase la belleza de su piel… En fin, el jaguar flotante, a semejanza del
felino, corría a una gran velocidad, derrapaba en esa ligera distancia entre el
suelo y el aire, para, al fin, frenarse, cambiar de rumbo, o acelerar un tanto
más. Esa era, pues, la esencia de esta bestia metálica, de esta motocicleta
flotante, de este auto individual, de este gato de acero que no dejaba de rugir
y correr, ni en la lluvia, el frío o la sequedad del ambiente; estaba diseñado para
resistir, enfrentar y retar a los más extremos climas; que se supiera, de
hecho, nunca se había detenido ante alguna eventualidad mecánica, propia o
ajena (contaba con un mecanismo de auto reparación, perfectísimo); su
naturaleza –mecánica–, consistía en ir siempre al frente, hacia los costados o
en reversa sólo para acomodar el rumbo, redirigirse, o aumentar la velocidad, y
en el desacelere, para estacionarse o apagarse hasta el próximo viaje, esa era
su naturaleza. De este modo, el jaguar flotante se encontraba diseñado para
recorrer campo abierto, por encima del agua –un cemacolli–, los cerros,
pantanos, desiertos, en una máquina, una bestia del transporte, de los
ejércitos del huey tlatoani Moctezuma; servidumbre de los propios guerreros, y
sirviente de los habitantes de esta ciudad, se había enfrentado a los climas,
terrenos y guerras más tortuosas.
Meztli, princesa mexica, el blanco y
único sueño del emperador; sus labios son dulces como el tejocote, y su piel
tersa cual vuelo de ave, el nombre cuyo significado es Luna.
Colmillos al frente, cuatro patas, con
turbinas que lo elevan, asientos con piel de felino, combustible: chapopote
líquido, manejo digital, y potencia en cada cemacolli recorrido; vehículo cuyo
uso principal es el recorrer, se verá enfrentado, dentro de poco, en la guerra.
Pero ahora mismo, en épocas de nieve seguía flotando, vestido, también de
blanco, sin perder sus manchas de cobre, listo para la próxima batalla.
–¿Qué requiere? –preguntó Moctezuma,
con evidente preocupación.
–Un implante en el brazo –contestó el
médico robot,
–Hágalo –dijo de inmediato el
emperador.
–A la orden, señor.
En ese momento llevaron a la princesa
hacia la sala de operaciones, la transportaban en una camilla de palma; la
introdujeron en la sala de cristal y comenzaron el procedimiento.
Al bajar de un paseo de jaguar
flotante, Moctezuma, notó una mancha negra en el antebrazo; aunque Meztli le
aplicó sábila de nopal, y tesina de cempasúchil, el agujero abierto, espacio
negro en la piel del hombre, no cesó; se mantuvo –salvo el diagnóstico de
médicos–, en ese cuerpo. Eso fue antes del frío.
El emperador y el chamán continuaban
hablando.
–Me dice que pronto llegará la primera
señal –opinó Moctezuma.
–Cierto –confirmó el brujo.
La bomba había caído a unos pasos del
cali de Meztli, quien se encontraba en la entrada, no recibió el impacto
directo, pero el fuego corrió por los pasillos de la construcción y alcanzó a
quemar el antebrazo; la sangre no corrió tan intensa como parecería, el fuego
le arrancó la mayor parte del antebrazo cauterizando al mismo tiempo, y de
manera increíble la zona lastimada. No obstante, la princesa corría el peligro
de perder la extremidad si no se llevaba a cabo una intervención bio médica.
Tetitla, barrio tradicional
Sus muros a media altura, y los muros
completos enseñando pinturas coloridas, que retratan lechuzas, quetzales, y
colibríes; los pasillos continúan, y llevan, fuera de ellos, a donde trotan
zorrillos, coyotes y xoloescuincles, que se ocultan entre los pequeños
edificios que complementan el barrio; la nieve es fría y deben cubrirse: lejos
del campo, es el único lugar a donde se resguardan, la nieve llega, y no les da
la oportunidad de más.
La
mariposa, símbolo de transformación, dibujada en las paredes de los barrios
señala, en esas dos dimensiones, los ritos de paso. Los jóvenes que se
convertirán en guerreros, sacerdotes o artistas, todos ellos pasan por el
ritual, se cortan y recortan, con alguna obsidiana, el antebrazo, la sangre
mana y se echa al agua, como una bebida, ofrendada a los dioses, pero también a
los espectadores de aquellos actos; una vez terminados los ritos, la sangre se
la lleva el agua, pero también con ella, la juventud, y le da la bienvenida,
gustosa, a los nuevos hombres, dueños, pero también siervos, de la ciudad de
los dioses.
–¿Una
nave? –preguntó Moctezuma.
–Ni más ni menos –confirmó Macehual–, de acuerdo a exploraciones de los caballeros águila, una especie de concha de armadillo, flotante, y de metal; no podría describir más, pues, por ahora, son las únicas señas dadas por nuestros guerreros, que así lo indican en vuelos, breves, de reconocimiento; un poco por las nubes, un poco por el volcán, un poco desde una distancia sensata entre el suelo y el cielo, así lo indica, señor –continuó el soldado–. Estas, pues, son las señales desde aire, pero habremos de esperar el reconocimiento por tierra, de nuestros compañeros, caballeros jaguar, a ver su informe, pero, por ahora, insisto, eso parece, una nave, y una extranjero, pues nadie la conoce, no es sin duda algo parecido a nuestro armamento de vehículos o naves conocido, nada se le parece a ello, y, aunque no termina por ser totalmente aterrador, sí un tanto desconocido, lo cual nos tiene en ascuas, a la espera de confirmar cuál es el veredicto de ambos comandos, el de aire, con las águilas, y el de tierra, con los jaguares, esa es, pues, señor, el reporte del momento, además, de naturalmente, la continua caída de la nieve, esas sustancia blanca, caída o venida, aparentemente, al paralelo de aquella nave desconocida, señor Moctezuma.
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