Histeria y prostitución en La Salpêtrière
Jorge
Sánchez Jinéz
Si alguna
vez, señora, vais al país glorioso, orilla del verde Loira o del Sena brumoso,
bella, digna de ornar las antiguas mansiones, haríais germinar en rincones discretos
los más apasionados y rendidos sonetos. convirtiendo en esclavos todos los
corazones.
Charles Baudelaire,
Las flores del mal
Imaginemos.
Nos encontramos
en París, Francia, en el edificio de la Salpêtrière. Corre el siglo
XIX. El país entero, en especial la capital, está llenándose de ancianos, mendigos,
enfermos, ladrones y prostitutas. A todos ellos se les encuentra vagando cerca
del palacio de las Tullerías, bordeado por el río Sena, caminando bajo El Arco
del Triunfo, recorriendo trechos de los Campos Elíseos, escupiendo el aire de
sus dolencias, achaques, inmundicias, pensamientos y, quién sabe, hasta los
dejos de enfermedades venéreas. Caminan, vagan, se pierden en la ciudad que
albergará, años más tarde, la obra arquitectónica, causante de una inexorable, crítica
de algunos parisinos: la Torre Eiffel. No son casuales las fétidas
descripciones de París realizadas por Patrick Süskind, tampoco que hayan vivido
en ese tiempo el Marqués de Sade y Jean Baptiste Grenouille; el primero, autor
de novelas que expresan una sexualidad grotesca; el segundo, protagonista de El perfume, una obra literaria encargada
de explorar el mundo de los aromas.
Como
respuesta para obtener un descenso numérico de esa población poco deseada, en
1656 Luis XIV, el rey sol, lanza el “edicto del encierro”; este indica que las
antedichas personas sean resguardadas bajo un techo seguro, refiriéndose a
ellos como miembros de Jesucristo. Un edificio de historia singular cumplió esa
tarea de resguardo. Aquí su historia. Hasta el siglo XVI, la pólvora para las
municiones del armamento francés era preparada en el barrio del Arsenal, al
margen del Sena; allí ocurrieron diversas explosiones, motivo suficiente para
mudar esas labores al otro lado del río, a las afueras de París. Al paso del tiempo
este edificio será nombrado La Salpêtrière (el nombre cobra sentido por el
material allí guardado: salpétrere que significa sal de piedra, con una mezcla
de carbón y azufre), el cual cumplirá las funciones de asilo–hospital, y que en
1872 vivirá los embates de la Revolución Francesa, teniendo como consecuencia
el desalojo y asesinato de algunas prostitutas y los alienados –enfermos
mentales–, hecho conocido como El masacre de La Salpêtrière. De tales damas
será presentada una peculiaridad psicológica: dilucidar el motivo por el cual
sufrían histeria, y ofrecer las explicaciones que abogan por tal aseveración,
distinguiéndolas –nótese– de los alienados y las mujeres puramente histéricas
que allí vivían.
Esta mendicidad
que a los ojos de la nobleza era imperdonable se prolonga hasta el siglo XIX. Para
ese tiempo, la Salpêtrière ya no alberga prostitutas y le ha sido anexado el
edificio de Louvre, de donde un ladrón argentino, en 1930, sustraerá la obra
pictórica más afamada del planeta: la Gioconda, o Mona Lisa, cuyas facciones producen
un misterio tan hondo como el que causó la histeria femenina en los médicos y
especialistas que la explicaban, aún de forma incompleta, en la década de los
ochenta.
Permanecemos en
París. Es el 20 de octubre de 1885. Se presenta una serie de hechos fundamentales
para la ciencia y el arte: Von Baer descubre el óvulo; Daguerre y Niepce captan
imágenes mediante la invención de la fotografía; Wundt, influido por el
espíritu positivista, crea el primer laboratorio de psicología; es publicado La
guerra y la paz de Tolstoi; Mas allá del bien y del mal y Así
hablaba Zaratustra de Nietzsche, pasaron por idéntico proceso; en México
imponen el breve imperio de Maximiliano de Habsburgo, fusilado luego en
Querétaro.
Nos encontramos
en el mismo edificio, en La Salpêtrière. Faltan algunos minutos para las ocho
de la mañana; por el Boulevard Le Petit camina un joven vienés de 26 años. Viste
un traje negro y zapatos lustrosos del mismo tono, lleva la barba y el bigote
arreglados. Su nombre es Sigmund Salomón Freud. Se detiene afuera del edificio,
contempla la capilla dedicada a Sant Louis, que albergó plegarias religiosas y ahora
hospeda alaridos provenientes de las gargantas histéricas y alienadas que allí
viven. Un aire otoñal remueve las hojas de los árboles apostados en el camellón
y le invita a entrar. Así lo hace. Pregunta por Jean Martin Charcot. No se
encuentra disponible el maestro. Le atiende Pierre Marie, uno de sus
discípulos, que, como muchos otros, renegará de sus enseñanzas. Pierre le pide
que espere, le ofrece asiento. El tiempo pasa. Sigmund se rasca la mandíbula, a
donde años más tarde se le desarrollará un cáncer cuyo dolor controlará
consumiendo cocaína; la espera continúa. El joven piensa dónde estará Charcot;
quizás piensa sobre sus estudios de los centros funcionales encefálicos, quizás
realiza un bosquejo sobre la histeria masculina que publicará tiempo después en
sus Lecciones –traducidas en lo ulterior por el joven que ahora espera–;
quizás piensa en la neurología, ciencia de reciente formación; quizás camina
por los pabellones de La Salpêtrière, conversando con un colega sobre los
aparatos de oftalmología que se tienen en el lugar; quizás le piden opinión
sobre un electrodiagnóstico; no lo sabemos. Pero con toda seguridad, el maestro
Charcot no pierde el tiempo; jamás lo hizo, duerme por menos de seis horas y
domina el inglés, alemán, italiano, español… (¿en qué idioma reflexionará sobre
la histeria?).
Freud conjetura
sobre la tardanza del maestro. Ya son las diez de la mañana. La persona
esperada por fin, lo recibe. Sus alumnos lo calificaron como tiránico y necio
en la enseñanza, pero imponente y harto conocedor de la ciencia. Frente a él,
aparecen sus facciones dulces, los pómulos salidos, el cabello lacio, medio
desordenado y falto en alguna zona de la cabeza. Se saludan, se dan la mano. Charcot
lo invita a darse prisa. El teatro de las histéricas comenzará en unos
momentos. Como todos los martes, en el auditorio de La Salpêtrière, se reúnen
médicos y extranjeros impacientes de presenciar el espectáculo.
Charcot se
encuentra al frente. Babinsky, otro de sus alumnos, sostiene a Blanche Wittman
por debajo de las axilas. Babinsky será durante toda su vida un solterón empedernido.
Blanche, conocida como La Reine des Hystéryques, la reina de las histéricas,
es alta, de carnes abundantes, piel blanca, su mirada lanza un brillo especial.
Es el caso paradigmático de la histeria de aquellos tiempos: presenta
obstrucciones en la garganta, lanza gritos, pierde la consciencia, le ataca una
rigidez muscular, tal vez suceda una mordedura de lengua, se contorsiona de
forma exagerada, y luego de ello el ataque culmina con una risa o un llanto igualmente
dramatizado.
Charcot
explica a los presentes –entre ellos a Sigmund Freud– el artilugio de
intervención. Mientras la histérica –se pensaba que sólo las mujeres la padecían–
vive la crisis, él actuará ayudado por el hipnotismo, el método de curación
empleado en esta época. Enfrascada en un trance, ella obedece las órdenes del
maestro. Los rostros estupefactos abundan. “Levanta la mano”, dice él, y el
milagro científico ocurre: la mujer levanta la mano como un títere. Los síntomas
aparecen y desaparecen a voluntad del hipnotizador. Así dirige la enfermedad “El
emperador de La Salpêtrière”; si una enferma, por ejemplo, presenta ante los
síntomas la inmovilidad de una pierna, él pide a la mujer que se levante, y así
sucede, se levanta, camina; entonces la hace tomar asiento y luego pasa la
inmovilidad a la otra pierna. Al final de la sesión, sin embargo, los síntomas
siguen presentes. La curación total no llega. Después de todo, el estudio de
esta enfermedad considerada perteneciente al campo de la medicina –una cuestión
del sistema nervioso– ha nacido apenas hace unos años.
Los griegos
pensaban en el útero como causante de todo; si una mujer carecía de un cuerpo
que le brindase calor y relaciones coitales, este órgano se resecaba y su afán
por obtener la temperatura adecuada era capaz de subir a la garganta o llegar
al corazón, produciendo ansiedad, sensación de opresión, vómito o dificultades
respiratorias. Menos contundentes resultan los títulos de posesas, brujas e
hijas del demonio, recibidos por estas mujeres en el oscurantismo, así como las
condenaciones a la hoguera[1].
Las técnicas para el enfrentamiento ante este fenómeno, además de la hipnosis,
fueron de tintes variopintos. En algún tiempo por innovar en la cura, el médico
Victor–Jean–Marie Burq inventó la metaloscopía: esta disciplina, infecunda
salvo por sus inicios, intentaba demostrar la incompatibilidad de este,
haciendo de la selección realizada un medio de sanación ante los padecimientos.
El metal en cuestión se empleaba de manera interna o externa, en el cuerpo; si
bien esta técnica atrajo la atención de Charcot también ganaría su rechazo.
Otros médicos
coetáneos realizaron ciertas observaciones: Charles Lepois abogó por la
situación compartida de síntomas histéricos entre hombres y mujeres; describió
también un cuadro típico: anestesias, afonía, temblores, cefalea, parálisis. Paul
Briquet reafirmó la presencia de la histeria en hombres. Mortis Benedikt
relacionó el fenómeno con vivencias precoces de orden sexual, y también colocó
en duda la hipnosis.
Así, pues, si
bien ya existían algunos estudios al respecto, esta enfermedad se perfilaba
como algo de importancia vital para su incipiente estudio científico. Ahora Charcot
llevaba la batuta, era el dueño del paradigma actual. Un paradigma es una idea
que explica un hecho y que, según Thomas S. Kuhn, se diluye ante la presencia
de una con postulados más contundentes.
Los asistentes
del pabellón toman notas. El asombro no disminuye, el joven Sigmund Freud ha
quedado estupefacto. Al terminar esta exploración in vivo, le escribirá
a Marta, su mujer, sobre lo sorprendente del tiempo vivido en París como
becario y aprendiz de Charcot. Dentro de poco tiempo regresará a su natal Viena
–a donde la historia die que, debido a la invasión turca, los originarios de
este sitio adquirieron el hábito de tomar café así como sus cuarenta formas de prepararlo.
Probablemente desde ese momento, Freud ya realizaba bosquejos que años más
tarde consagrarán la doctrina psicoanalítica. Esta disciplina se granjeará
seguidores como Carl Gustav Jung y Otto Rank, quienes asistirán a las
celebradas reuniones de los miércoles –en las que quizás se ofrezcan pizcas de
cocaína y un buen café–; el primero de estos hombres será el príncipe de la
corona psicoanalítica e hijo pródigo que nunca volvió la mano al padre profesional
que lo alimentó con sus teorías, obsesiones, repeticiones, reelaboraciones; el
segundo, analizará algunos mitos bajo la lupa del psicoanálisis, que ahora nos
lleva a comprender las motivaciones inconscientes que poseen los pueblos para
aceptar y cultivar historias como las de Jesús, Hércules, Moisés, Edipo, todos
ellos héroes bienhechores, profetas, pero quién sabrá si falsos personajes o exagerados
y cargados de fantasías en sus rasgos y sus vidas. El psicoanálisis también
sabrá esclarecer la mencionada enfermedad; este enfoque ahora nos dice que
aquellos médicos que relacionaron su origen con eventos sexuales no estaban tan
alejados de la razón. Freud ahora no lo sabe, faltan algunos años, pero cuando
sus Estudios sobre la histeria queden completos, sabrá que, en efecto,
este padecimiento, está originado por desórdenes sexuales, vividos por las
personas en la infancia. Así lo refieren también sus pacientes. Así lo cuenta
la famosa Ana O., atendida por Breuer –quien se arrepentirá de su colaboración
con el joven Sigmund y no trabajará a su lado por otorgar el tiempo a su mujer–,
así lo refiere también Emmy Von N., futura paciente de Freud, quien ahora
presenta el espectáculo teatral de La Salpêtrière.
Pero Charcot
no sabe, no imagina, las teorías que surgirán tras su muerte. No sabe, él que
estudió el temblor senil y las lesiones pulmonares, y que murió de un edema
pulmonar, no sabe cuáles son las causas de la histeria. Desconoce que las
prostitutas que este edificio albergó sufrían de histeria porque la histeria se
ocasiona principalmente por un trauma psíquico generado a partir de las
vivencias repudiables para las personas, y en especial en las mujeres, aunque él
mismo confirmase la presencia de la histeria en los varones. Pobre Charcot,
desafortunado médico, erudito, padre autoritario: obligar a estudiar medicina a
su hijo no fue una decisión certera; a su muerte, éste dejó del lado la ciencia
y se dedicó a una vida como marino. A la muerte el maestro, todos, salvo un
estudiante, rechazaron sus teorías, ya cuestionadas por el mismo Charcot antes
de dejar este mundo de alienados, locos, prostitutas que necesariamente son
histéricas y de histéricas que no son prostitutas. Blanche Wittman da muestra
de esto último: al salir de La Salpêtrière laboró en un estudio de fotografía y
trabajó para Marie Curie, que cuando se encontraba en medio de un escándalo por
mantener una relación con un ex alumno de su marido, cuando en ese momento la
prensa le gritaba robamaridos, ganó el segundo Nobel de su vida, el de Química,
gusto compartido por Blanche, una mujer con diferentes amputaciones en los
brazos, el conocido “cáncer de los radiólogos”, una mujer muy diferente a la
anterior, hecho avalado por Pierre Marie. Esta mujer sufría aún más con las
miradas de los espectadores.
Seguramente
es así, por ese motivo sus alaridos resuenan en el auditorio de La Salpêtrière.
Las miradas atentísimas aumentan la ansiedad ocasionada por un trauma de
posible destierro con ayuda del psicoanálisis. Pero oh, eso es imposible,
porque en este momento Sigmund Freud, creador de dicha teoría, se encuentra
como becario, espectador y aprendiz de Charcot. Para atender la histeria, Freud
y el psicoanálisis deberán pasar todavía sobre otros paradigmas, la hipnosis el
primero de ellos.
Bibliografía
Cosentino,
Carlos. “La Salpêtrière. Revista Peruana de Neurología. Vol. 4 N° 1-3 1998. 20
de junio de 2009.
https://sisbib.unmsm.edu.pe/bvrevistas/neurologia/v04_n1-3/la_salpetriere.htm
Freud,
Sigmund. Estudios sobre la histeria. Buenos Aires. Amorrortu, 2007.
Pérez-Rincón,
Héctor. El teatro de las histéricas. México: FCE, 2ª edición, 1995.
Pons,
Anaclet. “La biografía de Blanche y Marie”. Clionauta: blog de historia.
15 de diciembre de 2006, 20 de junio de 2009.
https://clionauta.wordpress.com/2006/12/15/la–biografia–de–blanche–y–marie/
[1] La voz narrativa del presente texto se refiere
a los hombres y mujeres de La Salpêtrière como histéricas y alienados. La revisión
que doy ahora, años después, me lleva a considerar que de haber escrito hoy
Histeria y prostitución… el enfoque tendría un tono distinto en cuanto a dichas
nominaciones. Me parece que designar a los individuos con palabras es un tema
amplio y en discusión, puesto que así como hay quien no está enfermo –alienado–,
hay quien decide tomar o enmascararse con esos títulos. Para fines prácticos, y
como muestra de una voz que intenta recrear el siglo XIX, decidí dejar las nominaciones
originales, las cuales muestran mi visión personal del mundo y la bibliografía
que consulté en aquel momento.
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