El gato, de Juan García Ponce
Jorge Sánchez Jinéz
En
la novela El gato, Juan García ponte nos enseña un pasaje interesante de
la literatura erótica mexicana; su obra completa esté repleta, dicen quien los
han leído más allá de este texto, de un erotismo sutil y literario que encanta
a quien lo lee; por ahora, yo espero encontrarme pronto con aquellos libros.
Mientras tanto, volviendo a El gato, puedo decir que, en efecto la
palabra erótico describe, en lo general, el espacio a donde ubicaríamos una
obra de sus características. No obstante, me parece importante señalar -yo no
soy crítico ni teórico literario-, que existe, en lo subjetivo, en lo
imaginario, una serie de sub géneros del erotismo (tal como lo hay en otras
corrientes) y que, para mí, no sólo en la literatura, sino en la vida misma,
nos enfrentan y nos ubican con el deseo desde un punto de vista u otro; dichos
términos podrían ser: erótico, sexual, lo sexy, lo sensual, e incluso lo
pornográfico; cada uno de estos tiene un cariz, un sabor, un color muy
particular que dentro de la gran clasificación de lo erótico, lo define y lo
diferencia a uno respeto del otro.
Pero es, en el espacio de lo sensual, a donde me interesa detenerme un poco más, porque es aquí a donde pertenece, según mi propio y subjetivísima clasificación, la novela El gato,; este concepto podría definirlo como una relación de amor con el cuerpo, de conciencia, emoción y pasión que, sin llegar lo sexual coquetea con ello, que por medio de las caricias, besos y acercamientos nos habla de la energía sexual sin consumirla del todo, sino mostrando qué es y en qué forma y registros se desplaza dentro del cuerpo, incluyendo, a veces, a otros cuerpos. En ese sentido, agregaría que la novela cuenta con dichas características, para quien la lea encontrará la constante danza de coqueteos, arrumacos y palabras que circulan entre Alma y Andrés -los protagonistas-, entre sus cuerpos mórbidos de pasión, que, como dije, no llegan del todo a lo sexual; incluso, a propósito de la dinámica de esta pasión, se encontrarán algunas escenas en las cuales Alma se besa con otros hombres, deja que la miren, la acaricien; Andrés no dirá mucho al respecto, no al menos con la palabra, pero sí con el cuerpo, pues hacia el final de la historia enferma, ligeramente, de fiebre, expresión hirviente, quizás, del enojo o la frustración de ‘compartir’ a su mujer con otros, pero no lo sabemos del todo.
Mucho
de lo que puede decirse sobre la trama avanza por el registro de lo sensual; el
resto de la novela tiene artilugios, recursos, formatos y tonos que se acercan
al teatro -por la formación literaria del autor- y que alimentan la narrativa
de manera sana e interesante.
Pero,
volviendo al tema del erotismo, y no tanto de lo sensual, he pensando en dos
referentes más.
El
primero de ellos es Alberto Ruy Sánchez, quien escribió el ahora llamado
quinteto de Mogador, una serie de cinco novelas (o cuatro si ese quiere, y un
quinto volumen que funciona como apostilla o apéndice general de los
anteriores), en el cual explora las distintas facetas del deseo, tanto de
hombres como de mujeres; para él, el mundo interno es importante, al grado de
que una forma de leer el deseo es con el cuerpo, con lo subjetivo del ser
humano; es tanto su placer por este subjetivismo erótico que incluso llega a postular la existencia, entre ficticia y
real, de un grupo llamado la Casta de los Somnámbulos, seres humanos que, aun
no siendo de una familia, comparten su aprensión libre por el deseo, sus
caprichos y sorpresas inesperadas, amén de una figura geométrica que parece
explicar esta naturaleza cambiante de la pasión: la espiral, un círculo que se
acerca y aleja de sí mismo para llevarnos al encuentro con nosotros mismos, por
medio del otro.
El
segundo referente es una autora, también mexicana, Ana Clavel, quien en su
novela Las violetas son flores del deseo, nos cuenta la historia de unas
féminas de plástico y su creador; pero más allá de eso -trama central-,
quisiera destacar una frase importante, con la que inicia la historia: la
violación comienza con la mirada, y que se refiere, me parece entender, no a
una incitación a la violencia (que no queda descartada), pero que, para
nuestros fines, lo pensaría yo más en un contexto de cómo nos acercamos a
desear lo que deseamos o cómo es que comenzamos a desear lo que queremos; en
otras palabras, la frase estaría aludiendo a otra de la cultura popular: de la
vista nace el amor (quizás no del todo exacta, pero funciona bien aquí). Así,
pues, esa “violación comienza con la mirada”, no es otra que la pulsión
escópica de Lacan, por medio de la cual satisfacemos el deseo, en un nivel, o
de manera parcial, pero al final, alcanza un punto de satisfacción. La
violación comienza con la mirada alude al ojo, a la vista como primero punto de
encuentro con lo deseado.
Así, pues, he traído estos referentes para destacar que, así como en ellos por medio de elementos muy específicos se sintetiza el erotismo, así también sucede con García Ponce; así como la espiral y la mirada nos hablan de la perspectiva bajo la cual entienden, viven y escriben lo erótico aquellos autores, así aquel entiende al gato -animal místico-, como un detonador, exacerbante y causante de la pasión entre Alma y Andrés, ese gato del cual hemos hablado poco en este artículo, pero que ahora, después de meternos en una espiral-, llega par recordarnos cómo se aparece entre escena y escena, cómo deambula por el edifico, se pasea por el piso, escapa y regresa, acompañando a los otro dos: este felino genera un triángulo amoroso, erótico, entre los protagonistas, los lleva no a acariciarse y besarse, sino a completar una triada o a volver tridimensional un deseo de dos dimensiones: el gato da vida a una narrativa que sin él se vería desprovista, literariamente, no literalmente, del cuerpo, de su contacto, su levedad o peso, sus matices, y con los cuales la novela por medio de sus escenas cotidianas, nos hace recordar y vivir lo sensual -brevísima categoría de lo erótico-, como algo extraordinario, como lo que, simplemente, es.
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